En el Habana Riviera "Me alquilo para soñar"

"A  las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral".
Así comienza el cuento "Me alquilo para soñar" que hace parte del libro Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez y lo traigo a colación porque una de mis pasiones es visitar, cuando puedo, los lugares que se mencionan en algunas obras  literarias emblemáticas. Así lo hice, por ejemplo, con Sostiene Pereira, recorriendo aquellas melancólicas calles de Lisboa que tan bien describe Tabucci -incluso probando la omelette a las finas hierbas con la cual desayunaba el protagonista-; o con La sombra del viento de Ruiz Zafón, que leí de un tirón en el verano de 2009  y me llevó a recorrer en solitario esas magníficas calles barcelonesas en las que transcurren algunas de las acciones más memorables de dicha novela. 
Y esa pasión comenzó con el cuento "Me alquilo para soñar".  
Corría el año 1995  y en lo mejor de mis veinte, decidí con una amiga viajar a la Ciudad de la Habana para asistir a un encuentro de educadores Latinoamericanos. Y para ello nos hospedamos en el emblemático hotel Habana Riviera.  En su terraza,  habitada en las tarde-noche por turistas europeos enrojecidos y ávidos de sexo,  leí una y otra vez  ese cuento mientras observaba el plácido mar Caribe a través de los ventanales. Tenía miedo de que en cualquier momento  un "maretazo colosal" me arrojara contra los muros del malecón, contra la calle plena de sol y me perdiera para siempre...  Y allí, en esa misma terraza, los turistas me miraban con ojos devoradores. Me confundían con alguna prostituta  cubana, de aquellas que se apostaban en los vestíbulos de los grandes hoteles habaneros.   
Y en esa misma terraza tuve unas conversaciones estupendas con una artista cubana que pintaba en lienzo los mejores cielos de la isla y,  mientras desayunaba,  me deslumbraron unos ojos tan profundos como el mar que saltaba por la ventana.  
Desde la habitación 403 del Habana  Riviera pude tener solo para mi  la intensidad del mar Caribe; todos los aromas, todas las visiones, todos los sueños que prosiguen. ¡Todas las palabras! 

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