Salvaje Bogotá: crónica de un asalto

La tarde se antojaba estupenda después de una mañana gris, pasada por una llovizna menuda y tonta.  Y luego de una jornada laboral de reuniones y  lecturas en inglés y catalán sobre la vida urbana (Setha Low y Manuel Delgado) para la ponencia que llevaré a Córdoba –Argentina- en octubre, me pareció magnífica la idea de salir  con mi hermana y mi cuñado a una reunión en el centro de la ciudad.    Lo acompañaríamos a un encuentro con algunas personas de una comunidad indígena.  Nos sentíamos estupendamente pese a que justo cuando llevábamos cinco minutos en el coche, otro conductor nos advirtió de que íbamos “pinchados”.  Así que la única solución fue detenernos y buscar un hombre para que cambiara la rueda. El asunto duró 10 minutos pero  la cita era a las 6 de la tarde, eso significaba que íbamos con retraso. Llegamos al Centro Internacional a las 6:20.  Habíamos quedado en el café Oma, un sitio precioso con vistas al espléndido Cerro de Monserrate. Todo parecía perfecto, incluso mi familia comentó sobre las transformaciones de esa zona de Bogotá, antaño insegura, fea, desangelada. Y yo me sentía  casi feliz, incluso reconciliada con esta ciudad canalla.  Acabada la reunión, el delicioso café, el batizado de arequipe, la limonada de coco…  salimos a por el coche y mientras, hablamos de cenar en uno de los restaurantes de los alrededores. Mi cuñado dijo que esa zona se llamaba el punto G, cuestión que me hizo mucha gracia, pregunté por qué y mi hermana dijo “G de gasto, todo aquí es muy costoso”. Así que decidimos tomar  la avenida circunvalar pero antes  de llegar allí  pasamos por la otrora plaza de toros Santamaría. Pregunté qué se haría con ella ahora que no cumplía con su función primera. “Será un espacio cultural”,  dijo mi cuñado, a lo que yo comenté el caso de la Plaza de toros Las Arenas de Barcelona, ahora convertida en un magnífico, espléndido, inmarcesible, templo del consumo: un centro comercial.  Seguimos por la misma vía hasta alcanzar la calle 32 – el café donde estábamos está situado en la calle 23- . Pregunté en qué sector estábamos y mi hermana dijo en la Perseverancia “mejor dicho persecución”.  La verdad en pocos minutos habíamos pasado de una ciudad espléndida a otra sórdida y ruin.  Solo nueve calles bastaron para dejar el “primer mundo”  y entrar al “cuarto mundo”.  El paisaje urbano había cambiado de manera radical. ¿Estás seguro que por aquí se llega a la circunvalar? Pregunté. “Si, si, por aquí es”, respondió mi cuñado. Llegamos a la esquina justo antes de tomar la calle 32. Se debía doblar a la derecha para alcanzar la avenida circunvalar.  Nos enfilamos hacia ella y justo cuando el coche empezaba la  cuesta un hombre salido de la nada  se para al frente, abre sus brazos y se abalanza sobre el capó. Acto seguido aparecen otros dos hombres que se ponen  al lado del conductor y en la ventanilla trasera justo donde voy yo. Éste último es rubio y lleva una barba hirsuta, golpea el cristal con las manos unidas, mira mi bolso, me mira… grito, mi hermana y yo gritamos. El cristal de seguridad empieza a dibujar fractales. Siento un miedo nítido, inmenso; siento terror.  “Vámonos de aquí”, gritamos.  Estamos en una cuesta. Tres hombres salvajes rodeándonos. La gente pasa, mira y no hace nada. El coche no tiene la suficiente potencia para enfilarse cuesta arriba y llevarse al atacante.  “Vámonos de aquí”. El hombre sigue golpeando los cristales. Pasan unos segundos interminables. Mi cuñado da reversa. El vehículo rueda hacia abajo. Tengo miedo de que estos malandros nos sigan pero no es así.  El coche sigue rodando una calle, dos, vemos tres policías, paramos, los llamamos, acuden, contamos todo, los cristales fractalizados, cae una llovizna, hace frío, mis piernas tiemblan, siento impotencia, rabia; me siento vulnerada; pienso en un arma ¡pienso en un arma!, si tuviésemos una abriríamos la ventanilla y ¡zas! No puede ser. Esto es salvaje. Esta puta ciudad es salvaje. 
Los policías –tres hombres muy  jóvenes-  toman los datos y nos dicen  que, efectivamente, tienen conocimiento de que en esa calle pasa esa clase de cosas. ¡Y no hacen nada!  ¡Nos han asaltado a media calle de un CAI (Centro de Atención Inmediata de la Policía Nacional)! Después de todo este procedimiento nos advierten que debemos ir a otro CAI para ver las fotos de los posibles atacantes. Vamos allí aún con el miedo en el cuerpo. En el trayecto hablamos sobre la escoria de la sociedad, sobre cómo una sociedad tan desigual como ésta propicia este tipo de comportamientos delictivos; hablamos sobre lo desprotegidos/as que estamos la gente de a pie; hablamos sobre la necesidad de tener un arma, algo que permita defendernos; hablamos sobre la mentira de esta ciudad, de este país; y si, hablamos sobre “limpieza social” y todas esas cosas que suenan tan terriblemente fascistas y oscuras.   Llegamos al CAI, hablamos con los polis, vemos las fotos. Todas las imágenes, efectivamente, son de tipos horribles, inmundos, feos. Es como si la actividad a la que se dedican hubiese marcado sus rostros de manera permanente para convertirlos en inmediatos sospechosos de lo peor. Y más allá, esos rostros feos, deformes, asimétricos también reflejan la huella de la exclusión, la rabia, el descontento, el abandono.  Son los deshechos de una sociedad afincada sobre la injusticia, la desigualdad, la violencia, la desidia.  Vemos las fotos y todos podrían ser. Todos. Hasta cuando llegamos a un rostro moreno y enjuto, con ojos de loco. “Este se puso delante del coche”.  Sí, allí estaba él, mirando de frente a la cámara, con los ojos desorbitados. Después de unas cuantas fotos más, llegamos a la imagen del rubio, el que golpeó los cristales con un punzón hasta fracturarlos. Faltó muy poco para que lograra su cometido, para que metiera sus manos y se llevara mi bolso y para que, quizá, nos amenazara con un cuchillo…  Era él aunque no tenía barba, ni hirsuta ni frondosa. Pero era él, Samuel, Pedro, Alexander, José, cualquiera de esos hombres con rostro marcado por la delincuencia, podría ser…  Regresamos a casa ¡por la circunvalar! El miedo en el cuerpo, la impotencia, la rabia, el asco. El miedo. El miedo. No volveré a llevar mis documentos en el bolso, no portaré mis gafas RB, ni las tarjetas... no estaré tranquila nunca más. ¡El miedo! ¡El miedo! ¡El miedo! ¡Esta ciudad es una mierda!

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