MI VERSIÓN DE SAN FERMÍN

Seguro que Pamplona  -Iruña, en vasco- es una ciudad serena los días previos y posteriores a los Sanfermines. Así se puede evidenciar en sus calles y plazas dispuestas  para los tránsitos y los encuentros, en su arquitectura reposada y humana fácil de apreciar, en su disposición general que le confiere cercanía y un profundo sentido estético. Y también en su dimensión: es un pueblo grande cuya población no supera los 200.000 habitantes. ¡Quién lo creyera! 
Pero durante la fiesta de los Sanfermines su población se multiplica, sus calles se convierten en hervideros humanos de dificil tránsito, las plazas y parques en lugares atiborrados de jolgorio, risa, licor; y ¡cómo no! en hoteles al aire libre donde el turismo mochilero duerme los excesos.  La fiesta lo subvierte todo: el ánimo, la ropa, las palabras, las prácticas, las relaciones sociales. Ella se convierte en el espacio irredento de las posibilidades. ¡Cómo me gusta esa suerte de revolución temporal que trastoca los ámbientes y espíritus y nos acerca al placer dioníasico, al hedonismo más puro  y necesario!
Todo eso lo viví en Iruña durante dos cortísimos días en los que me harté de música, recorridos, desvelos, visiones, con la imagen siempre latente de los toros.  Ellos los reyes del jolgorio.  Los encierros se convierten en el núcleo de la fiesta. Aquello que reúne, motiva, impulsa, agiliza y dispara los sentidos. Debo confesar que no me hacen tanta gracia como a mi hija que cada año, desde que era muy pequeña, los sigue por la tele. Nunca he entendido esa pasión desmesurada por ellos. Ha de ser  alguna cuestión mítica o una información que se ha colado en los genes producto de algún antepasado navarro. Sea como fuere, durante los últimos dos años, a ella no le ha importado esperar hasta la 1 de la madrugada para verlos (hay 7 horas de diferencia horaria entre Colombia y España).  Por suerte, en esta ocasión los ha podido apreciar en vivo y en directo. ¡Una pasada!  dijo.
Llegamos a Pamplona sin mapa en mano y con ganas de bebernos la ciudad. Es una maravilla poder andar por cualquier urbe sin temor en el cuerpo, sin ese miedo atávico que te inmoviliza y te hace desconfiar hasta de tu sombra. Para mí es uno de los placeres más elevados. ¡Y necesarios! Deambular por la calle de esa manera me hace sentir libre, ligera, segura, dueña del mundo.  Cuestión que solo he experimentado en algunas ciudades europeas, en Argentina y Cuba. 
Llegar sin mapas tienes sus ventajas: te vas por cualquier calle y de repente te encuentras con alguna de esas maravillas que te dejan sin aliento; trazas el camino sobre la marcha con los sentidos abiertos y haces de la incertidumbre un mundo de posibilidades. ¡Nunca sabes que te espera al doblar una esquina, al recorrer una callejuela, al sentarte en un banco de alguna plaza desde el cual puedes extasiarte con la vida que pasa ante los ojos! ¡Cómo me gusta la incertidumbre, el azar, lo imprevisto!  No puedo dejar pasar mi deuda con Morín. 
Y así, mi hija y yo, recorrimos palmo a palmo el casco histórico de Iruña y tropezamos con  conciertos de Jazz,  con música en plazas y parques, con juego pirotécnicos, con concursos de deportes populares. Fue estupendo asistir al  Campeonato Navarro de Levantamiento de Yunque, el XVI Trofeo San Fermín de Motosierras y la  Exhibición de Harrijasotze. ¡Y ver la cara de sorpresa de mi hija!  Aprendimos qué es un yunque, qué son cortes con motosierras (aquí debo decir que no pude evitar pensar en las atrocidades que se cometieron con ellas en Colombia en la época dura de los paramilitares) y el levantamiento de piedras. ¡Un fortachón levantó 9 veces una de 150 kilos! ¡Son rudos estos navarros!
Lo único realmente planeado fue el asunto del encierro. Veríamos los toros de la ganadería Valdefresno. Para ello, desde las 5:30 horas estuvimos apostadas justo en la calle Estafeta, sí la misma donde hay una curva de 90º que hace el espectáculo en la tele: los toros resbalan peligrosamente y eso le gusta a la gente. Mola ver el dolor ajeno y el peligro ¿no?  En esas largas horas de espera  y frío pudimos apreciar el montaje diligente de los vallados, la   horda de guiris borrachos, los preparativos para la carrera, el llenado de los balcones, la belleza de hombres y mujeres, la convivencia armónica entre extraños en tiempos de jolgorio...Y a las  8:00  en punto, el paso de los astados. 2 minutos y 25 segundos de duración, reseñaron los periódicos, pero desde mi lugar de observación -a ras de suelo- solo fueron unos cuantos segundos. Ví sus siluetas contundentes, sus patas fuertes, su recia estampa recortada por las maderas del vallado  y delante de ellos a un montón de hombres y mujeres corriendo desaforados, seguro que ebrios de adrenalina (y algunos, además, de licor). ¿Y eso es todo? El rostro de mi hija, iluminado,  hizo que mi ¿frustración? por la brevedad de la visión desapareciera, y en su lugar,  llegara una cierta armonía, una felicidad nítida que hizo que trasegáramos entre risas el recorrido hasta llegar a la plaza de toros. ¡Todo parecía condensarse en una estética rotunda y  plena  de la fiesta!   
Y allí, nos dijimos que este sería nuestro primer San Fermín pero no el último, pues hay una fuerza más allá de la razón que te impulsa a repetir.   

"Uno de enero, dos de febrero,
tres de marzo, cuatro de abril,
cinco de mayo, seis de junio
siete de julio, ¡SAN FERMÍN!

Zaragoza, 12 de julio de 2015

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