La ventana o el vórtice espacio tiempo

Ese domingo desperté a las 5.30 de la madrugada. Me enfadé por ello pues tuve la absoluta convicción de que mi reloj laboral nunca dejaba de funcionar. ¡Era domingo y estaba en México, joder!  Había llegado cuatro días antes para participar en un evento académico sobre ciencia y arte del paisaje  y me hospedaba en un hostal modesto del centro  histórico de Querétaro, una vieja casona acondicionada para viajeras como yo, es decir, para gente sin muchos recursos que busca este tipo de lugares solo para pasar la noche. No obstante, en mi caso, había un motivo más: estaba situado en el casco antiguo de la ciudad, uno de los mejores conservados de todo México y ello permitía desplazarme por sus esquinas para contemplar las hermosas construcciones, las calles adoquinadas y limpias,  las  imponentes iglesias apostadas casi en cada manzana con sus torres arañando el cielo, y la atmósfera clara de un lugar extraordinario cuyo aliento hablaba de otros tiempos, otras vidas, otras maneras de sentir el mundo. 

El hostal, no tenía nada de  particular. Sin embargo, esa primera mañana en que llegué del aeropuerto después de un fantástico vuelo desde Ciudad de México en un avión un tanto destartalado -creí no llegar a mi destino cuando advertí sus hélices desplegadas lo cual me hizo recordar un vuelo Barcelona - Lisboa en un avión de TAP Portugal también propulsado por turbohélices-, me pareció agradable y hasta acogedor aunque su portal no fuese el más estético. Una mujer menuda de mediana edad me recibió con calidez y después de hacer el respectivo registro me dijo que me llevaría a la habitación que ocuparía esas cuatro noches.  En el trayecto hasta allí  subimos unas oscuras y empinadas escaleras  hasta llegar a una estancia adornada con objetos antiguos  y coloridos desde la cual se desplegaba una serie de pasillos y habitaciones de grandes puertas de madera. En uno de sus costados había también una especie de salida de emergencia. Por allí me condujo la mujer para toparnos con unos escalones que bajaban hasta una  terraza en donde había una mesa con un parasol y cuatro sillas de fibra natural y justo detrás, la puerta de la habitación. Advertí que ésta correspondía a una construcción reciente hecha en lo que antes había sido el patio de la casa. Me sentí muy afortunada por tener una habitación con terraza incluida en la que podría leer, desayunar  y tomar el sol, pese a que el interior de la misma fuese de una ascetismo conventual: un cama, una mesita de noche  y un pequeño armario junto a una ventana cubierta por una cortina de motivos marrones un tanto desgastada. Y el baño pequeño y desangelado con el grifo del lavamanos estropeado, situado justo a un costado de la cama. Y sumado a ello había un elemento en la habitación que nunca pude controlar: una bombilla que se encendía halando una cuerda pero al hacerlo también se activaba el ventilador de aspas de madera en el cual estaba empotrada. Yo me sentía muy mal de la garganta  y no sabía cómo desactivar el ventilador para que el aire no me afectara. Así que decidí encender la bombilla del baño, abrir la puerta y cerciorarme de que la cortina de la ventana  estuviese bien cerrada. Pese a ello, siempre tuve la sensación de que alguien podía mirarme, de que alguien me miraba...

Ese domingo era mi último en Querétaro pues a la una de la tarde tomaría un autobús que me llevaría hasta Saltillo (Coahuila). Tenía por delante casi 650 kilómetros. Y aunque había puesto el despertador del móvil a las 7:30 de la mañana,  mi reloj laboral me despertó a las 5.30. Encendí el móvil, revisé los correos electrónicos y las redes sociales, leí algunos diarios, encendí la tele -no había nada interesante- y desayuné con uvas y plátanos que había comprado el primer día. A las 7:30 decidí ducharme. No encendería la bombilla de la habitación para vestirme sino que usaría la del baño, como lo había hecho los días anteriores.  Como siempre experimenté la sensación de alguien podía mirarme, de que alguien me miraba. Así que antes de entrar a la ducha me aproximé a la ventana y me cercioré de que la cortina cubriera todo su vidrio. Y entonces sentí un deseo enorme de observar a través de ella. Descorrí la cortina con sumo cuidado.  Vi las hojas de una planta parecida al bambú que casi tocaban la ventana y justo al frente, detrás de las hojas, una habitación amplia cuya puerta de madera estaba abierta de par en par y dejaba ver un baño con la cortina de la ducha plegada a un lado. Aprecié su suelo de madera, las paredes revestidas con baldosas de color beige y el grifo plateado de la ducha. Todo ello bañado por una espléndida  luz.  Ah, y justo en la barra de la cortina había unas bragas de color granate, totalmente extendidas. 

Todo lo que observé me sorprendió muchísimo. ¿Cómo era posible que un hostal de mierda tuviese una habitación con un baño tan bonito y que a mi me hubiese tocado el peor?  ¿Por qué no lo había preguntado antes? Pude pasar  unos días más confortables allí...  Un momento: en esa habitación también hay una chica. ¿Estará sola, como yo?  ¡Además sus bragas son del mismo color de las mías! ¡Vaya coincidencia!  Espera ¿No estarás viendo el reflejo de tu baño?   Cerré un poco la cortina, miré hacia donde estaba mi baño y tan solo pude ver la puerta de metal blanco, abierta. ¡No era un reflejo, por supuesto!  Así que me dispuse a seguir observando.  Ésta era mi propia ventana indiscreta. Volví a fijarme en la habitación. Se veía tan cálida. Y ese baño tan bonito en donde había unas bragas como las mías.  De repente tuve la impresión de que en cualquier momento la chica podía pasar por delante de la puerta y  se daría cuenta de que yo estaba husmeando. Sentí temor de ser descubierta. Después de un rato - no sé exactamente cuánto- decidí ducharme  y pensé que luego, cuando bajase a desayunar, me fijaría en esa habitación que nunca había visto, que estaba justo al frente de la mía, separada sólo por una planta de bambú y el espacio de la escalera por la que se bajaba hasta el ala central de la casa donde estaba la administración y el restaurante.

Volví de desayunar pero había olvidado echar un vistazo a la habitación observada hacía un rato. Lo recordé justo cuando ya estaba a punto de salir a dar una vuelta por la plaza de Armas. Entonces abrí la puerta, salí a la pequeña terraza y descubrí que al frente de mi ventana sólo había una pared blanca. Una maldita pared blanca sin puertas, sin ventanas, sin nada. ¡No lo podía creer! Así que miré en todas las direcciones a ver si había la posibilidad de que arriba de mi habitación hubiese otra con una ventana que de alguna manera proyectara eso que había visto. Y no había ninguna. Solo paredes desnudas y más allá un cielo azul profundo...

Debo confesar que aún hoy, después de casi tres meses, me pregunto qué pasó esa mañana de un domingo de septiembre en Querétaro, México...

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