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Zaragoza, arde

Sabía de los fríos zaragozanos   y su cierzo maldito, pues durante muchos años he estado por estos lares visitando a mi hermana pequeña; pero no había sentido en carne propia la canícula que funde los ánimos, las fuerzas y las neuronas. Hasta esta semana, claro.   Y eso que tengo experiencia con las altas temperaturas en no pocos sentidos, pero sobre todo porque viví durante mucho tiempo en Neiva. Una ciudad colombiana cuyas calles reverberan a las dos de la tarde. Allí es normal que los termómetros marquen 38 grados a las 10 de la mañana y que el calor se te meta en los huesos y te haga perder cualquier atisbo de ligereza y te conmine sin piedad a la modorra y te lleve a buscar el mejor sitio para poder evadir el tirabuzón ardiente cuando no tienes aire acondicionado en casa.   El calor te escupe debajo de la cama, en la hamaca, en el patio, en la esquina del salón y sientes que no puedes evadirlo así te duches mil veces. Es sofocante y agotador e impide que hagas cualquier cosa  

El Monasterio de Piedra

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Hace un par de días estoy en Zaragoza con mi hija Luna. Hemos venido a pasar unas jornadas de descanso en casa de mi hermana pequeña, Marielita. Y todo ha ido estupendo excepto una cosa: el calor desaforado que me ha impedido conciliar el sueño y disfrutar de las calles de esta espléndida y tranquila ciudad.  Un calor que se mete en la piel  y los sentidos y que me hace recordar aquella otra canícula tropical a la que siempre llevo conmigo: Neiva. Así que, para escapar un poco de esos brazos ardientes, el domingo pasado fuimos al Monasterio de Piedra. Un lugar espléndido en medio del secano aragonés. Un prodigio enmarcado en barrancos rojos y grises con cascadas  prodigiosas que brotan de la nada y un lago de cristal en el que se refleja el cielo con sus águilas y sus nubes estivales.  Un respiro pleno de verdores, de aguas y sonidos que nos recuerdan que alguna vez, hace muchísimo tiempo, toda esa zona era más que una extensión de tierra erosionada por la acción bestial del ser humano