Zaragoza, arde
Sabía de los fríos zaragozanos y su cierzo maldito, pues durante muchos años
he estado por estos lares visitando a mi hermana pequeña; pero no había sentido
en carne propia la canícula que funde los ánimos, las fuerzas y las neuronas.
Hasta esta semana, claro. Y eso que
tengo experiencia con las altas temperaturas en no pocos sentidos, pero sobre
todo porque viví durante mucho tiempo en Neiva. Una ciudad colombiana cuyas
calles reverberan a las dos de la tarde. Allí es normal que los termómetros
marquen 38 grados a las 10 de la mañana y que el calor se te meta en los huesos
y te haga perder cualquier atisbo de ligereza y te conmine sin piedad a la
modorra y te lleve a buscar el mejor sitio para poder evadir el tirabuzón
ardiente cuando no tienes aire acondicionado en casa. El calor te escupe debajo de la cama, en la
hamaca, en el patio, en la esquina del salón y sientes que no puedes evadirlo
así te duches mil veces. Es sofocante y agotador e impide que hagas cualquier
cosa con diligencia: te condena sin
remedio a la lentitud. Ello explicaría, de alguna manera, el carácter
parsimonioso, ligado a la inercia, de buena parte de la población de esta
ciudad.
Pues bien, pensé que ya había vivido todo en este
aspecto hasta volver a Zaragoza –después de tres años- y toparme de lleno con
una “ola de calor”. En principio no le di mucha importancia pues creí –ingenua-
que con mi experiencia vital en el Valle de las tristuras –así le llamaron los
conquistadores españoles al lugar donde se sitúa Neiva-, con los recorridos por
el desierto de la Tatacoa y con tantos
veranos en Barcelona, ya estaba curada de espantos en este sentido. ¡El calor no me afectaría en lo más mínimo!
Pero ¡qué equivocada estaba! El suplicio empezó el mismo día de mi llegada
a Zaragoza, una vez bajamos –mi hija y yo- del AVE una bocanada de aire ardiente cruzó
nuestros rostros. ¡Jo, qué calor, mama! Y unas calles antes de llegar a casa, un
termómetro callejero marcaba 39 grados.
Y esto no es nada, dijo mi hermana, dicen que la cosa irá a peor en los
próximos días. Vale, vale, respondí
incrédula. Y así pasaron cuatro días tatuados por el infierno. De día
escondidas en casa hasta que el calor bajaba un poco, entonces aprovechábamos
para salir por ahí a comer un helado y tomar la fresca en la Gran Vía; y de
noche, nos acostábamos tarde y abríamos
todas las ventanas para promover
corrientes de aire. Y todo ello funcionó a medias hasta el pasado lunes. Día fatídico. Aproveché la mañana para
trabajar –no estoy de vacaciones-, bueno hasta las 10, hora en que el sofoco hizo cerrar el ordenador y el pensamiento y
expulsó la ropa y los sentidos. Y
entonces me pregunté qué putas hacía en este infierno cuando tenía el frío
bogotano y la montaña y el cielo encapotado
(no, no quise volver a Bogotá, pero eché de menos su temperatura amable).
Y la noche fue peor. Henos a la 1 de la madrugada en la terraza hablando
tonterías y mirando la calle, abajo, iluminada con transeúntes solitarios/as
desplazándose con lentitud y la luna que absorta empezaba e emerger de los
edificios. No refrescó en toda la noche como presagio de un martes ardiente que
nos abofeteó sin compasión desde la primera hora.
El periódico de Aragón advertía que se alcanzarían
temperaturas extremas y que posiblemente se batiría el record de 2009 (43.1º en
el aeropuerto de Zaragoza). La cosa no
pintaba nada bien. ¿Qué haremos? Decidimos ir a la piscina y comer allí, al
menos tendríamos el agua a mano para darnos un chapuzón cuando el calor
arreciera. Y así lo hicimos. Debajo de un árbol el tiempo transcurría con
lentitud mientras seguíamos la noticia de la ola de calor: a las 5 y 30 de la tarde
el termómetro marcaba 44.5 grados. ¡Joder! Esto es como abrir un horno. Sientes
el aire caliente en el rostro y no puedes respirar y luego te mareas y piensas que vas a desfallecer y que esto es una de las cosas más horribles que has experimentado en la vida. Desde las 2 hasta las 8 de
la tarde el tiempo fue un libro malísimo, cerezas heladas, cierzo infernal, chapuzones
en el agua infestada de gente sofocada… Y la constancia absoluta de nuestra fragilidad e impotencia. ¡Pobres seres de nervios y piel expuestos a la intemperie!
Y sí: es la última vez que vengo a Zaragoza en
verano.
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