El Monasterio de Piedra
Hace un par de días estoy en Zaragoza con mi hija Luna. Hemos venido a pasar unas jornadas de descanso en casa de mi hermana pequeña, Marielita. Y todo ha ido estupendo excepto una cosa: el calor desaforado que me ha impedido conciliar el sueño y disfrutar de las calles de esta espléndida y tranquila ciudad. Un calor que se mete en la piel y los sentidos y que me hace recordar aquella otra canícula tropical a la que siempre llevo conmigo: Neiva. Así que, para escapar un poco de esos brazos ardientes, el domingo pasado fuimos al Monasterio de Piedra. Un lugar espléndido en medio del secano aragonés. Un prodigio enmarcado en barrancos rojos y grises con cascadas prodigiosas que brotan de la nada y un lago de cristal en el que se refleja el cielo con sus águilas y sus nubes estivales. Un respiro pleno de verdores, de aguas y sonidos que nos recuerdan que alguna vez, hace muchísimo tiempo, toda esa zona era más que una extensión de tierra erosionada por la acción bestial del ser humano