La antropología y el gallo (Parte I)

Aquel tópico que habla sobre las mujeres y las dificultades que tienen para conciliar vida familiar-laboral-creativa casi siempre se cumple. Quizá por ello muchas pensadoras, literatas, científicas, etc. nunca tuvieron hijos ni una carga familiar asfixiante. Y las que se decidieron por la maternidad por lo general eran féminas acomodadas que podían pagar a otras mujeres para que ayudasen en el cuidado de los hijos y para que realizacen los desagradecidos y aburridores trabajos domésticos.
No es mi caso, por supuesto, ni el de miles de mujeres que hacen malabares para ejercer su autonomía personal y profesional a la vez que son madres. Por ello quizá, muchas de nosotras tenemos que recurrir a aquellos intersticios que se producen entre actividad y actividad. O simplemente le robamos horas al sueño para poder escribir, leer o realizar cualquier otra tarea intelectual. No es lo más adecuado para, por ejemplo, dedicarse a la escritura de aquella novela comenzada hace años o al tallereo de poemas o a la escritura de textos antropológicos o de cualquier otro orden. Y no es lo más adecuado porque una vez se está inmersa en la tarea hay que suspenderla para realizar aquellas otras relacionadas con el trabajo o la familia.
Por ese motivo, en mi caso personal, siempre aprovecho las primeras horas de la mañana para escribir. Ahora por ejemplo estoy preparando justamente un texto sobre ciudad y género, un tema interesante y que también se relaciona con lo que planteo arriba. Pero levantarse a las 5 y media o 6 de la mañana no es fácil, sobre todo en invierno (aunque debo decir que he contemplado los mejores amaneceres desde mi ventana justo en esa época del año). Durante las últimas semanas además de ser testigo del amanecer he sentido con sorpresa la aparición de un elemento nuevo en el paisaje acústico de la ciudad. Tengo el don (o el defecto) de hacer o estar pendiente de varias cosas a la vez. Así mientras escribo percibo la luz del sol que se filtra por la ventana, el canto de los pájaros de mis vecinos o de las golondrinas que por fin han llegado, la respiración de mi hija en la habitación contigua...
Pues bien, hace unos días, como en un eco del pasado, justo antes de las 6, escuché el primer canto de un gallo en esta ciudad. Al principio, pensé que era eso: un eco de mi pasado, uno de esos flash backs que a veces, de manera inconsciente, se nos presentan como una premonición o como un golpe de saudade. Así que al principio no le di mayor importancia y seguí con mi tarea. Sin embargo, a los pocos minutos volví a escuchar la voz del gallo, era una voz grave (de gallo ronco le diría después a Juanca). Y sin pensarlo dos veces salí al balcón primero para confirmar efectivamente que se trataba del animal en cuestión y segundo para descubrir de dónde venía ese insólito canto. Estuve unos momentos a la espera, expectante. Pero el gallo, como si presintiera mi presencia inquisidora, no volvió a emitir ningún sonido. Pensé que yo había tenido una suerte alucinación auditiva. Y justo, cuando iba a entrar nuevamente a casa lo volví a escuchar. Lo sentí nítido y pleno. Era el gallo dis-fónico. Aquel cantaor recién llegado al barrio que me/nos estaba saludando. Me pareció una maravilla volver a escuchar aquella voz animal que, de manera impetuosa, como en un soplo, trajo a mi memoria los días felices de la infancia.
Pero ¿qué hace un gallo en esta ciudad de humos?

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