Vidas cruzadas

A veces, por esas cosas que sólo pueden ocurrirnos en el amplio espectro de la calle, sucede que coincidimos con otras y otros en el mismo espacio tiempo de manera reiterada. Son esas situaciones azarosas que hacen que identifiquemos a los demás más allá de lo categorial para entrar en el terreno de un cierto reconocimiento visual, que aunque en primera medida parece ignorado por ambas partes implica un silencioso distinguimiento mutuo. Eso es exactamente lo que me ha sucedido en estos días en que por cuestiones laborales tengo que coger el metro y el tren de cercanías.
El primer caso es el de un hombre de mediana edad con el que coincido en la estación de metro cerca de casa. Me fijé en él por su apariencia de caricatura y porque siempre lleva puestos los audífonos a un volumen altísimo. Es de baja estatura, tiene el cabello largo y un poco rizado que a veces suele peinar en una desvencijada cola de caballo. También usa gafas y el otro día me fijé en sus uñas: las tiene sucias y desarregladas. Hemos coincidido muchas veces durante este mes. Es como si nos conociéramos. Así me he dado cuenta que justo cuando yo bajo a la estación del metro el ya está ahí con su mirada de pájaro. Casi siempre nos subimos al mismo vagón porque nos quedamos en la misma estación pero mientras él sale a la calle yo tomo el enlace que me lleva a mi lugar de trabajo; entonces el hombre detiene su marcha un momento para ver cómo yo paso la máquina registradora y me encamino a la vía del tren. En uno de esos encuentros azarosos dentro del vagón quedamos frente a frente y le miré directamente a los ojos como diciendo ¿Te conozco de algo?
El otro caso es el de una mujer de edad indeterminada. Es alta, tiene el pelo ondulado entre castaño y rubio y una piel de porcelana. Con ella coincido en el vagón del metro y después en el trayecto que hacemos para coger el ferrocarril y también dentro de éste. La última vez que coincidimos fue ayer: llevaba unas faldas largas negras y una blusa estampada con flores de un rosa pálido. Ya no leía "Los hijos de Lázaro" de Robert Mawson sino una revista que tenía doblada por la página 45. Me pareció una publicación científica, exactamente de geología. Aunque parezca tonto me habría decepcionado ver a esta mujer leyendo una de esas revistas del corazón. En efecto, en estos encuentros nó sólo me he hecho una imagen de ella sino que hasta podría adivinar su profesión no sólo por el tipo de lectura sino por un cierto aire de seguridad y displicencia que la acompaña.
Pues bien: el hombre, la mujer y yo hemos coincidido varias veces en el mismo vagón del metro. Uno al lado de las otras: la mujer absorta, aparentemente, en el texto; el hombre absorto, aparentemente, en mi presencia y yo absorta en mis observaciones y cavilaciones con respecto al uno y a la otra y deteniéndome en los detalles del entorno: un hombre duerme con la boca abierta, una pareja de jóvenes se besa con pasión, un hombre mayor habla por el móvil, dos chicas rien y hablan de salir el sábado de copas... No sé si el hombre y la mujer se han dado cuenta de estos encuentros azarosos. Al primero lo veo muy elemental pero seguro que la mujer no sólo lee las palabras sino también las imágenes, como yo. Pues bien, hoy no he visto ni al uno ni a la otra y he extrañado sus presencias anónimas en esta cotidianidad donde en un breve espacio/tiempo nuestras vidas se cruzan...

Comentarios

Unknown ha dicho que…
HOLA QUERIA SALUDARTE Y DECIRTE QUE ME CREE UNA CUENTA DE GMAIL, HE DISFRUTADO DE TU TEXTO , QUE COMO TE DIJE HOY ME PARECE MUY ELEGANTE, Y COMPARTO TU EXPERIENCIA DE LO COTIDIANO
UN SALUDO
Gracias por tu comentario, Bea. Saber que personas como tú leen este blog me motiva para no dejar que muera. Y por supuesto que es un placer también hablar contigo de aquellas cosas que nos nutren; magníficas esencias que, por fortuna, tiene la vida.
Un abrazo,
Martha

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