PALABRAS DE DESPEDIDA PARA MI ABUELO MIGUEL ÁNGEL
Abuelo - roble,
sabio, pájaro-:
Hoy me he vestido de rojo para
homenajearte. Para exaltar tu vida de
empeño, de constancia, de lucha. Para recordar cómo saliste indemne de las
dificultades cotidianas, de la violencia antigua y nueva, de la pobreza, de la
sinrazón, a través del esfuerzo y la desbordada inteligencia. ¡Y sí que eras
inteligente, abuelo! Y no lo digo porque
acumularas más conocimientos universales que muchas personas que dicen ser
doctoras -aún recuerdo los largos interrogatorios a los que me sometías cuando estudiaba
el bachillerato para comprobar mis conocimientos: yo temblaba ante la mínima
posibilidad de equivocarme-, sino porque siempre encontrabas una solución creativa
a las situaciones más adversas. Como
cuando emprendiste el camino de la incertidumbre junto a tu mujer y tus hijos e
hijas para construir un lugar en la selva en donde pudiese habitar la
esperanza. Allí, en la espesura de la manigua caqueteña, forjaste en compañía
de tu prole un hogar a base de coraje y voluntad, sorteando las inclemencias
del tiempo, las enfermedades, las nubes inmensas de mosquitos y las garras del
infortunio.
Y levantaste de la nada una finca a la que
pusiste el nombre de Sebastopol muy en consonancia con tus ideas de libertad y
con la ilusión que entonces producía la consolidación de la mirada socialista
en el mundo. Sebastopol, aquel nombre de
una ciudad de Crimea, se convirtió entonces en la concreción de un sueño. Allí
crecieron tus hijos e hijas quienes también se dejaron la piel derribando montaña,
sembrando maíz, arroz, yuca, plátano; moliendo caña de azúcar para producir
panela. Y allí, en Sebastopol también nací yo: mi primer paraíso perdido.
Pero decía que eras muy
inteligente. Y así lo demostraste cuando no tuviste otra opción que operar a tu
hijo Héctor de un enorme grano que le había crecido en el cuello: esterilizaste
la navaja e hiciste un corte seco hacia afuera, de tal manera que no cortases
más de lo indicado y permitiese la salida del mal. O como cuando construiste la
primera casa de palma en medio de la selva y elaboraste herramientas y armas y trapiches de madera y encontraste salidas a
las vicisitudes de la vida cotidiana. Allí radicaba la esencia de todo: hallar
el camino adecuado incluso en las
circunstancias menos afortunadas.
También te gustaba leer. Aún lo recuerdo: llegabas de hacer la faena
diaria del campo y sacabas de debajo del colchón un libro y te ponías en la
hamaca a repasarlo. Uno de esos libros
que escondías fue el primero que leí.
Era uno de un escritor contestatario y anticlerical: José María Vargas
Vila. Muy a tono con tus posturas en
torno a la religión y a la política. Y,
desde entonces, abuelo, yo he seguido tus pasos. Por ello, cuando una vez dijiste
que te sentías orgulloso de mí, experimenté una felicidad absoluta: había
pasado con creces la prueba de conocimientos a la que me sometías cuando era
una muchacha de secundaria.
Así fuiste trashumando el sendero de la vida en
una actitud estoica y decidida, desempeñando toda suerte de oficios:
constructor, armero, pescador, minero y campesino por convicción. Actividades que permitieron tu subsistencia y la de tu familia, al tiempo que recorrías esos territorios exuberantes que
llenaste con tu presencia.
Y ayer llegó la que esperabas. La
única cierta, como me dijiste alguna vez. La única verdad. Ya la presentías en las comisuras de las
rodillas y en los sueños de tus días y noches. Te sentías agobiado, cansado de
vivir. Y sobre ello hablamos el domingo 3 de abril, la última vez que nos vimos
y escuché tu voz. ¿Qué habrá más allá de
la muerte? Me preguntaste. ¡Es imposible saberlo, abuelo! Respondí
Ahora tú tienes la respuesta.
Ahora eres energía cósmica que
vuelve a su lugar de origen. Eres luz, ser
cuántico que se desplaza hacia una dimensión donde no existe el tiempo ni el
espacio, ni la distancia, ni la vejez.
Buen viaje abuelo, roble, pájaro,
sabio…
Neiva, 14 de abril de 2016
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