El primer muerto. Un cuento de Amaranta Güell
Es rotundo y está echado sobre una mesa inmensa en medio del salón. Tiene el pantalón remangado a la altura de la rodilla y los pies grandes y desnudos aún lucen restos de barro y hojas secas. Parece un roble doblegado a destiempo. Desde abajo sólo puedo verlo de costado: la barriga que semeja una montaña venida a menos, un brazo generoso puesto sobre el pecho y sobre éste un trazo rojo. No tengo valor para ver su cara pero imagino un par de ojos abiertos, blancos y mustios como las margaritas de otoño. También adivino ese rictus permanente de incredulidad en el rostro que tienen todos los difuntos. Me fijo en sus pies, abiertos como dos abanicos en espera de los comensales que vendrán a observar la muerte de cerca. Su cuerpo está tendido sobre la mesa como si alguien lo hubiese dispuesto allí para un banquete final. Siento asco. Un asco pleno y profundo que me produce unas desaforadas ganas de vomitar. Aún no puedo creer que esa mole de carne inerte esté exhibida justo en el lugar en