Delirio

A mis amigas de palabras y a todas aquellas personas que las buscan
Ese día, después de pensar inútilmente durante tanto tiempo en el libro que nunca escribiría, se sentó, por fin, frente al ordenador y con rapidez vertiginosa comenzó a teclear como una condenada. Había pasado demasiados días revolcándose en su dolor postizo y en su hiperbólica falta de voluntad. En la envidia inmensa que le producía leer en los periódicos y diarios digitales los logros de aquellas personas que un día fueron sus amigas y que ahora ganaban premios a diestra y siniestra. Le carcomía la frustración de sentirse en la más absoluta inmovilidad pese a que diez años atrás era considerada una promesa de las letras. Entonces era bella y altiva y no había ningún congreso literario o científico que se le resistiese ni ninguna reunión de escritores y bohemios a la que no acudiera para asombrar con sus versos y con su mirada. Ella lo sabía y sin ninguna muestra de vergüenza se adentraba en las conversaciones de los iniciados, de los intelectuales avezados que se sentían halagados con su presencia impetuosa y dulce al tiempo, y sobre todo con sus coqueteos descarados que los mantenía a todos, sin saberlo, a punto de sucumbir. Era la admirada muchacha, una cuasi figura de las letras que ahora se aferra a los recuerdos y a una novela que nunca escribirá. Eso no significa que no piense en ella. De hecho en todo momento está hilando historias, inventando la obra maestra que algún día la pueda sacar de la precariedad descomunal en la que vive desde siempre. Sus noches en vela se pueblan de personajes que vienen y van, perfiles de viajes, de acciones que comienzan cuando se acuesta en la cama y terminan cuando vencida por el cansancio se queda dormida con las manos dobladas hacia dentro. Y también escribe o más bien imagina cuentos portentosos en los recorridos del metro, las caminatas por el parque, los minutos de descanso en su trabajo como administrativa, los instantes de sordidez frente a la tele o cuando prepara con diligencia la comida del domingo mezclando colores y sabores como si estuviese pintando un cuadro comestible. Escribe uno y mil comienzos. Una y mil historias ridículas y cursis y grandes y épicas. Y ninguna la convence. O, mejor, ninguna de ellas desbloquea el resorte de la inmovilidad que la mantiene atada sin misericordia a la pasividad de las palabras; a la envidia inmensa que la carcome por dentro cuando descubre el triunfo, por insignificante que sea, de alguno de sus conocidos y conocidas. No cabe duda que los concursos son una mierda, el fallo ya se conoce antes de que el jurado lo emita, todo es una pantomima, una cruel representación para dejar a los de siempre o a los amigos de los de siempre. Por eso no creo en ellos ni me presento a ellos. ¿Te acuerdas de Camilo Alce? Pues acaba de ganar un premio de una bienal de novela: o su obra es muy buena o el jurado es muy malo o ha sido comprado.
Historias, historias, cuentos falsos que recrea con un cinismo impúdico para confirmar no su falta de talento, que lo tiene; sino su falta de voluntad para el trabajo creativo. Historias que no son sino extensiones de su pobre vida dedicada a la contemplación del éxito ajeno, a la inercia de no poder escribir porque trabaja dentro y fuera de casa porque tiene que llevar a los niños al colegio porque hace frío porque hace calor porque me siento mal. Y así día tras día va aplazando ese momento que acaricia desde los 20 años. Roza con los dedos las posibilidades sin atreverse a realizarlas y cuando, por fin, un día se despierta con la voluntad agudizada se dice convencida que hoy si se sentará a escribir esa historia que tiene detenida en su garganta como un sollozo. Y va a la cocina y se prepara un café suave y lo sirve en un vaso transparente y se sienta frente al ordenador y lo enciende y entonces se dice que primero abrirá el correo para ver si me ha escrito alguien o para encontrar aquella señal que lleva esperando desde siempre; señal, marca, huella que un día aparecerá como por arte de magia pero no sabe exactamente de qué se trata ni que asunto cambiará con ello. Así que se sienta frente el ordenador y abre sus cinco correos que empieza a ver uno por uno, con parsimonia. Poco a poco va borrando los mensajes basura de grupos contestatarios, páginas de autoayuda, publicidad de móviles, disfrute de estas navidades comprando en el Corte Inglés, alguien te busca, pasa esta cadena para que tengas diez años de buena suerte... y los spam, malditos intrusos, que se multiplican. Con desgano descubre que le ha escrito su amiga de juventud y entonces decide escribirle antes de empezar con la historia largamente pensada. Y ya son las once del día y tengo que parar para recoger un poco la casa, limpiar el polvo, hacer las camas y la comida, para después ir a buscar a los niños al colegio. Y ya se ha ido la mañana y hoy tampoco he escrito nada pero no importa, mañana me levanto más pronto y seguro que alcanzo a escribir un par de páginas porque ahora si estoy animada, ahora sí voy a empezar a contar todo lo que llevo dentro.
Martha Cecilia Cedeño Pérez

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Estamos impacientes por leer tus páginas...sin más retrasos,sin volver la vista atrás:aquí y ahora escribes y disfrutas.
Mil besitos.
Amiga, gracias por tu voz de aliento constante; por estar siempre ahí y brindarme tu amistad. Tus palabras siempre animan y reconfortan.
Y si, estoy en mi pelea personal con las palabras.
Un abrazo que te llegue hasta la niebla de Londres...
Martha
Sabes que espero a la literata que hay en tí, espero tus obras. Siempre con ánimo, estoy contigo.
Isabel Gómez

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