"Astronomía de Bolsillo", poemas de William Fernando Torres
William Fernando Torres fue mi profesor cuando yo estudiaba Lingüística y Literatura en la Universidad Surcolombiana. Una época magnífica llena de despertares, proyectos, canciones, vinos, viajes... Bajo su influencia, quienes tuvimos la suerte de ser sus alumnas y alumnos, recorrimos caminos más allá de las cuatro paredes del aula. Nos adentramos en los intersticios de la creación y la vida. ¡Todo a la vez!
Con él navegamos por las aguas de la poesía, la música, el teatro, el quehacer pedagógico con el placer de la palabra y la acción y el gusto por explorar nuevos senderos.
Pero WF además de ser profesor, investigador, trabajador cultural incansable, narrador de altos vuelos también es un poeta consumado. Uno de esos cantores sutiles y profundos que hacen de la palabra un arte de depuración y sensibilidad.
Hace algunos días me envió algunas de sus creaciones; hoy quiero compartirlas con todas las personas que leen esta bitácora.
ASTRONOMÍA DE BOLSILLO
William Fernando Torres
Para
Hildita
I
Somos
pedazos de estrellas, luciérnagas, me digo en los caminos oscuros, cuando
ladran los perros de las constelaciones.
Me
guía el aroma del pan recién hecho en tu casa y la Cruz de Mayo.
II
Sigo
tus caminos. Son de barro y piedra. Has puesto tapias de adobe para el que te
busque. Huyes en la luz. Te llamo con mi cuerno de caza y sólo responden las
luciérnagas. Eres montaña o nube. Neblina que oculta a los ganados. Un río que
se agazapa en el valle. Allí me sumerjo para encontrar los guijarros más
blancos. Los que pones detrás de tus puertas turquesas bajo las matas de
sábila. Vuelvo con iluminadas puntas de estrellas en las manos.
Pero
de ti sólo quedan leves huellas en el cuarto de baño, la salvia junto al hilo
de sol en la ventana.
III
Navego
con los ojos abiertos bajo el agua del amanecer, pero no encuentro tus caminos.
Tus riveras me acogen como a un viajero perdido.
En
cuanto duermo mi desventura, tu mano viene a cubrirme con una colcha de retazos
celestes.
Al
amanecer tu cocina huele a aguadepanela y anís.
Sobre
tu mesa amarilla hay mangos, mameyes, marañones.
Y
una ramita de yerbabuena.
IV
Único
mandamiento: no matar al niño que llevo dentro. No ahogarle su locura.
Sólo
esto lo dejará llegar ebrio a tu casa bajo los aguaceros de la madrugada.
Entonces te contará de perlas lunares y pescados de colores que trae en los
bolsillos. Tu correrás a buscar toallas y mientras lo secas exclamas: “Pero
¡cómo te has empapado! Mira las luciérnagas que traes en el cabello!”
Luego
saludas al amanecer y tejes una larga conversación en la cocina con el café de
otros tiempos.
V
Tu
cuerpo es un mapa de mirtos y guayabas maduras. Para recorrerlo no basta una
lámpara con todos sus aceites. Nuestras iluminadas yemas de los dedos perciben
sombras, ásperos trazos del desierto. Mas cuando pasan las caravanas de las
constelaciones, ellas son destellos de estrellas.
En
las floraciones de la madrugada, entro en tu río coronado de luces.
VI
En
la Maito tragué agua por primera vez. Por la Careperro perseguí pájaros aguas
arriba. Recorrí la Cucaracha buscando tilapias con mis amigos de cuadra. Mi
familia hizo amorosos sancochos en las orillas de la Jagua, mientras padre
pintaba los domingos y madre cantaba dulces canciones antiguas.
En
las desesperadas aguas de la Yaguilga una mujer sumergió mi infancia. En las tibias aguas de Cuisinde conocí el
amor.
Por
Navidad, con mis tíos, secamos un brazo de la Jacué para llevar bocachicos a
todos los vecinos. Por San Juan a muchas de ellas les canté serenatas con mi
voz de carbonero. He caminado la Tortuga, la Caraguaja, la Arenosa, cuando se
salen de madre, pidiéndoles perdón.
A
la mansedumbre de la Albadán vuelvo siempre. A veces me baño solitario en
quebradas sin nombre y guardo sus hojas y arenas para ver si me vuelvo
filósofo.
Cada
día oro a la Chaquira: le pido que me deje vivir junto a sus torrentes.
Pero
ninguna. Ninguna de ellas, es como el río tranquilo de tu cuerpo durmiendo
desnudo bajo las sábanas.
VII
En
la noche cerrada se abre la tormenta. Con pasos sonámbulos te levantas a
trancar puertas y ventanas para conjurar a los relámpagos. Para que la
hojarasca que llevan los ríos no inunde nuestros sueños. Las cortinas se baten
como grandes pájaros en el zaguán de tu casa. Coronada de lluvia vuelves al
lecho. Tomándome las manos me salvas de todos los naufragios bajo tu colcha de
retazos celestes.
Todas
las tormentas, mis quebradas, las constelaciones, destejen entonces los
caminos.
Y
llega el canto de las mirlas.
VIII
Navegamos
en la vieja casa de los libros. Es imposible recorrerla porque es enorme y
laberíntica. Tiene una vieja ceiba en el solar y pájaros peregrinos que vienen
de todos los ponientes. En las habitaciones del fondo se escucha el rumor de
una quebrada subterránea. Hay nubes detenidas sobre antiguas voces y se
escuchan fragmentos de cantos dulcísimos cuando cambia la luz.
También
moran en ella ahorcados de otros siglos.
Aquí
se viene para arrojarse de bruces a los límites.
Sin
embargo, hay instantes felices.
Bajo
las palabras se percibe la palpitación del universo. A veces de pronto fulgura
la súbita comprensión de ciertos misterios.
Después
quedamos ciegos: hemos descubierto lo indescifrable y lo no sabemos contar.
A
tientas volvemos a nuestros balbuceos.
IX
Ahora
aprendo a morir. Muy pocas cosas me son necesarias.
Tal
vez conversar con alguno de mis hermanos bajo la ceiba del patio o atender las
asombradas preguntas de mis hijos.
Pero
siempre me falta la luna clara de tu sueño.
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