Texto de Eduard Sanahuja
Reproduzco, totalmente, el texto del poeta Eduard Sanahuja a propósito de la presentación de mi libro Versos en claroscuro, el pasado 4 de junio en Barcelona.
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Llevo bastantes años en eso de la poesía, muchísimos escribiendo (desde la
adolescencia), más de 30 participando en actos públicos, y los últimos 22
promoviendo la poesía en Barcelona desde el Aula de Poesía de Barcelona.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, es normal que haya participado en la
presentación de unos cuantos libros. Recuerdo el primer libro que presenté, La sombra del obituario vista por su propio
huésped, de mi querido amigo del alma Javier Carnicer, en Huesca, allá por
1982; también recuerdo el último, en el espacio Cincómonos, Visegrado Hotel, una edición digital de
mi también amigo Moisés Galindo. Entre uno y otro, ha habido otras
presentaciones en las que he intervenido, siempre de libros escritos por amigos
(o amigas, como Goya Gutiérrez, a la que le presenté el libro Hacia lo abierto ahora hará un año, más
o menos). En cualquier caso, siempre han sido libros de personas a las que me
unía la amistad o, al menos, un largo conocimiento mutuo, como me ocurrió con
Miquel-Lluís Muntané, un poeta que escribe en catalán y cuyas obras me permito
la libertad de recomendarles –presenté su Tomb
de les batalles en 2009.
Todo este preámbulo no tiene otra misión que anunciarles que hoy empiezo
aquí una nueva fase en mi faceta de presentador –nada prolija, por otra parte;
¡no vayan a pensar ustedes que soy un presentador profesional!–: la de
presentar un libro escrito por una persona a la que apenas conozco. Lamentablemente,
no puedo contarles los interesantísimos momentos que Marha Cecilia Cedeño y yo
hemos compartido, los viajes que hemos hecho, lo amiguísimos que somos, las
lecturas que hemos comentado para nuestro regocijo y que nos han unido; no
puedo en modo alguno hacer un panegírico de nuestras afinidades y afectos, como
suele ocurrir al inicio de muchos actos como este, por la simple razón de que
faltaría a la verdad. Sin embargo, Martha no es una absoluta desconocida para
mí. Hace unos ocho o nueve años participó en un taller de poesía que Jordi
Virallonga y yo impartimos en la Universidad de Barcelona. Ella era jovencísima
y discretísima, calladita y silenciosa, de modo que no tuvimos grandes
conversaciones. Después de aquel primer encuentro, estuvimos mucho tiempo sin
coincidir, hasta que empezamos a encontrarnos casualmente en actos poéticos, en
particular en algunos de los que organizan los amigos del Laberinto de Ariadna,
con Felipe Sérvulo al frente. Al final de uno de estos actos, hace un par de
meses, Martha se dirigió a mí y me hizo una confidencia sorprendente, que creo
que puedo compartir con ustedes sin traicionar a nuestra autora: me dijo que en
la época del taller me había mostrado un poemario suyo y que yo le había
confesado que no me gustaba. La verdad es que no recuerdo en absoluto nada de
esta circunstancia. A continuación me anunció que tenía un libro de poemas que
se iba a publicar próximamente en In-verso ediciones de poesía, y que le haría
mucha ilusión que yo lo presentara. No lo dudé y le contesté inmediatamente que
sí. Ignoro la razón por la que Martha me escogió para participar en este acto,
quizás hoy la aclare ella misma, pero estoy seguro de que si acepté sin
pensarlo es porque intuí que el poemario de Martha no me decepcionaría, porque
de algún modo supe que Martha tiene cosas que decir y sabe cómo decirlas. Ella,
con su prudencia habitual, me aconsejó que primero leyera el libro y que
después le confirmara mi aceptación. Y así lo hicimos. Al cabo de unos días
quedamos en el bar de la Facultad de Historia de la Universidad de Barcelona, a
la salida de unas clases de literatura que imparto para estudiantes de los
Estados Unidos de América. Martha me entregó un libro impreso, Amores Urbanos, y otro, mecanografiado,
titulado Versos en claroscuro. Cuando
llegué a casa, en uno de mis clásicos despistes, me puse a leer Amores Urbanos, creyendo que era el
libro que tenía que presenta, sin fijarme que había sido publicado en el 2010
en Parnass ediciones. Enseguida encontré cosas que me gustaron, como el poema
X:
Maullamos por la
nariz
–respira mis
latidos–
Asaltamos a
gritos la piel
–moja mi lengua–
Hacemos agujeros
en el tiempo
–calienta mi
ánima–
Cabalgamos los
aleros de la noche
–bebe mi espacio
de lagos insomnes–
¿No presagias el
goce de los gatos?
Luego me doy cuenta de que
el libro viene con una presentación de una persona a la que admiro muchísimo,
el antropólogo Manuel Delgado Ruíz –Martha también es doctora en Antropología
Social– , y un prólogo de mi amigo Josep Antón Soldevila. Pero sigo sin percatarme
de la fecha de publicación. Cuando hablo con Martha nuevamente, me lo deja todo
clarísimo: el libro que he de presentar es el otro, el mecanografiado. Es un
libro que ella escribió con anterioridad a Amores
urbanos, pero que, por esos avatares extraños que acontecen en la
publicación de libros de poesía, va a ver la luz después, en la editorial
In-verso, el sello que también dirige Amàlia Sanchís. Y en eso estamos ahora,
con Martha, con Amàlia y con estos hermosos ejemplares de Versos en claroscuro.
Versos en claroscuro lleva también un prólogo, esta vez de César Valencia
Solanilla. Como no lo conozco, busco en internet (¡hoy nadie puede esconderse
de nada!) y veo que César Valencia Solanilla es doctor en Literatura de la
Universidad de La Sorbona y profesor titular y director de la Maestría en
Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira (ciudad que, allí en
Colombia natal de Martha, compite con Medellín en la organización de uno de los
mejores festivales de poesía de todo el mundo); es ensayista, crítico y autor
de los libros como La identidad cultural
en Juan Rulfo (1993) o La
escala invertida. Ensayos sobre literatura y modernidad (1996). Cuando se
lee el prólogo, se comprueban dos cosas: que César Valencia es eminentemente
inteligente y que Martha sabe elegir muy bien a sus prologuistas. César Valencia
caracteriza sabiamente cada una de las seis partes en que está dividido el
libro (Presagios, Memoria, Palabras, Espacios, Trazos y Osarios), que en
cierran “una reflexión sobre el amor y la esperanza sin atisbos sentimentales”,
una indagación “por aspectos fundamentales del hombre moderno, de su
encrucijada y fragmentación, en contextos espaciales y temporales
identificables”.
Como el
análisis del libro está muy bien pergeñado en este prólogo, al cual les remito
encarecidamente, yo me voy a centrar en situar la poesía de Martha en relación
a su canon estético. Para ello, vamos a considerar que en poesía (en lo que
llamamos poesía discursiva; dejaremos ahora de lado la poesía visual) existen
dos modelos fundamentales de creación poética. Se trata de una simplificación extrema, y
falaz, como tolas las simplificaciones, pero ilustrativa y didácticamente
efectiva si tenemos en cuenta que entre estos dos modelos, entre estos dos
polos, existe todo un contínuum de posibilidades de hibridación. En uno de los
extremos se situaría lo que yo llamo la “poesía del ser”, el ámbito de
Parménides (no el de Zenón, porque Zenón obvia uno de los componentes
inexcusables de le poesía: el tiempo). Es la poesía del “nombrar”, del “hacer
patente” (no lo digo yo, sino Heidegger a propósito de la poesía de
Hölderling). Esta poesía, que apunta más a la palabra, a su poder connotativo,
es la poesía de conjuro, de la oración, de la mística, del aforismo filosófico
o estético (cito uno de Carlos Edmundo de Ory: “El poder absoluto, luto, luto”).
En el otro polo, está la poesía del devenir, la poesía heraclitiana, una poesía
que apunta más al discurso narrativo; es la poesía de la épica, de la égloga,
de la balada, aunque la épica sea ya una épica sin héroes. Filogenéticamente,
la poesía del ser es anterior a la del devenir. Pero hemos de recordar que lo
que se impone es la hibridación, porque se puede narrar nombrando, como ocurre,
por ejemplo, en un magnífico poema de Jaime Gil de Biedma, en la que el
discurso narrativo, a través de la ironía, no es más que un artificio para
poder nombrar, de un modo casi notarial, las piedras angulares de sus afectos (me
refiero al primer poema de Moralidades,
“En el nombre de hoy”).
Pues bien, la
poesía de Marta pertenece al ámbito de Parménides, a la poesía del ser, del
nombrar. Es una poesía que practica una economía verbal (una austeridad, en
términos actuales) que la sitúa en las antípodas de los excesos verbales de
cierta poesía latinoamericana. Hay un cierto minimalismo esencialista, y por
supuesto una visión fragmentaria del mundo, acorde con la imposibilidad de
comprender (y de abarcar) de una forma unitaria y coherente la modernidad, la
postmodernidad y, aún más, la transmodernidad (o postpostmodernidad).
Pero ¿qué es lo
que nombra Martha? Un simple inventario de los sustantivos y de algunos
adjetivos que aparecen en el libro nos da una fotografía fehaciente de su
paisaje literario: sombra, soledad, pena, recuerdos, olvido, ausencia,
nostalgia, naufragio, extravío, bostezo, tedio, agonía, exilio, hoguera,
intruso (sustantivado), crepúsculo, agitación, cementerio, llanto, transeúnte,
fantasmas, truhanes; y los adjetivos vetusto, carcomido, oxidado, yermo,
ausente, falaz, desvencijado, huérfano… Martha no nombra la plenitud, sino esa
transformación de la existencia en la que el tiempo y la memoria lo deterioran todo, en la que cualquier
atisbo de luz se cobra instantáneamente un correlato de sombra; dibuja el
aguafuerte de la partida, del exilio, de la pérdida, el no lugar donde el
silencio se impone imperceptiblemente: “el silencio es un iceberg cuya cima son
los días muertos”, nos dice.
La poesía de Martha Cecilia Cedeño
no se limita, por supuesto, a nombrar. No es solo un conjuro contra el olvido y
un testimonio de la existencia desarraigada, con sus atisbos de amor y de
esperanza en la figura de Luna, su hija. Martha sabe transitar por el artificio
del poema, sabe construirlo y rematarlo con unos finales que demuestran que
están cimentados en la piedra de toque de la poesía, que no es otra que la
puesta en escena de lo enigmático. Toda la gran poesía, ya sea la del ser como
la del narrar, se mueve en el terreno de lo enigmático, desde El cantar de los cantares, pasando por
los romances líricos (el del Prisionero o el del Infante Arnaldos, aquel que
termina diciendo “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”, ese final
al que Ramón Menéndez describe como una magnífica muestra del “saber callar a
tiempo”) y por san Juan de la Cruz (“…y la caballería / a vista de las aguas /
descendía”) hasta llegar la mejor poesía contemporánea. Lo dice Jorge Guillén:
“La poesía, en todo su rigor, es un lenguaje construido como un objeto
enigmático”[1].
Quizá por ello la poesía es un género en crisis, porque en un contexto social
en que se impone el pragmatismo a ultranza, la fagocitación inmediata del
placer y la necesidad imperiosa de explicar y entender cabalmente cualquier
fenómeno, el poema requiere algo muy escaso en ese entorno: “un
receptor que necesariamente debe actuar como un intérprete activo dispuesto a
desvelar los posibles sentidos del enigma o, como mínimo, a aceptar de manera
positiva el misterio de lo que no es inmediatamente inteligible: un receptor que
sepa convivir con el misterio”[2].
Martha
sabe abrir las ventanas del enigma, eso que es, en última instancia, la vida y
la existencia individual de cada ser; sabe acunarlo y, lo más importante, por
eso es poeta, sabe darle forma verbal He ahí una muestra de ello:
EFÍMERA
Alguien se pensó
a sí mismo
y la existencia
fue llanto,
extravío,
noche.
La razón no exime
de la muerte.
Pasemos ahora a gozar de los poemas de
Martha Cecilia Cedeño, a saborear su misterio, con la clara conciencia de que
en la poesía, como en la filosofía, importan mucho más las preguntas que las
respuestas.
Eduard sanahuja Yll
Barcelona, 4 de junio de 2012
[1] Jorge
Guillén: Lenguaje y poesía. Ed.
Alianza, Madrid, 1972 (2a).
[2] Eduard Sanahuja: “Poesia i societat al principi del segle XXI: l’ensenyament i
l’aprenentatge de la poesia a l’educació primària i a l’ESO” a Documents 14, Expressió, cultura i cohesió
social. Generalitat de Catalunya /
Consell Escolar de Catalunya. Maig de 2005.
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