El equipaje de la memoria (II)

Otro pasaje recóndito de nuestra vida en el alto pueblo andino, es la existencia de una extraña maleta de viaje que descubrí debajo de una de las camas de las habitaciones de huéspedes. Era de cuero marrón y estaba atada con dos cuerdas del mismo color. Cuando se lo mencioné a mamá, lo primero que me dijo fue que de ninguna manera se me ocurriera abrirla porque seguramente pertenecía a los antiguos dueños de la casa y que lo consultaría con papá para hacer las pesquisas respectivas. No entendía a qué pesquisas se refería pero desde ese momento toda mi atención se concentró en saber qué cosas habían dentro de ella.

Me obsesionaba la idea de hurgar en los secretos que allí pudiesen estar escondidos a la espera de que alguien, yo, los devolviese a la luz. Sé que mis padres preguntaron a los vecinos sobre la persona propietaria de la maleta y que éstos les dijeron que seguramente pertenecía a una mujer joven que había sido profesora del colegio durante muchos años y que un día, sin despedirse siquiera, se había marchado. Me parece que hasta le dijeron cómo se llamaba. Silvia. Silvia sin apellido. Una mujer solitaria que un día había llegado de no se sabe dónde a dar clases de geografía a los niños y niñas de secundaria. Era muy bonita y tenía un cabello lacio que le llegaba a la cintura, decía la vecina con los ojos entornados como intentando reconstruir un pasado imaginado. Entonces mamá le hablaba de la maleta y ella respondía No creo que vuelva por aquí; esa mujer se marchó hace mucho tiempo. Yo lo escuchaba todo y mientras, cada día, visitaba la habitación de la maleta, justo aquella que quedaba en un recodo de la casa, la más pequeña con una ventana con vistas al patio del melocotonero. Me agachaba con sigilo para mirarla con su vientre abultado lleno de cosas misteriosas.

 La curiosidad que sentía era cada vez mayor. Al principio sólo la miraba pero poco a poco la fui tocando con la idea de halarla de una de sus cuerdas hasta que comprobé que pesaba demasiado. No podía moverla lo suficiente como para sacarla y desplegarla ante mis ojos; por ello un día, sin que mis padres tuviesen la más mínima idea de mis intenciones, le pedí ayuda a mi hermano que aunque era menor que yo había dado muestras de tener mayor fortaleza física. Al principio él se negó a ayudarme por miedo al jefe de la casa. Si papá se entera me pegará, decía. Al final lo convencí después de prometerle que le daría dinero para que se comprara aquellos cómics de Tarzán y Tintín que tanto le gustaban. Con su ayuda pude mover un poco la maleta hasta situarla al mismo nivel del borde de la cama y aunque parecía muy densa habían ciertas hendiduras que delataban que no estaba tan llena como parecía en un comienzo. Abrirla resultó más fácil de lo que pensaba pues las cuerdas tenían un sistema similiar al de los cinturones corrientes.  

No lo hagas Alba, si papá se entera nos castigará y yo diré que tú me obligaste. Con mucha ansiedad desaté las cuerdas y levanté poco a poco la maleta. Sentía un extraño cosquilleo en el cuerpo como si un millón de hormigas lo estuviesen recorriendo. No lo hagas Alba, repetía mi hermano a punto de llorar pero yo lo ignoraba por completo. No me importaba que mis padres me castigaran y que no me dejasen salir durante una semana a jugar en la calle con mis amiguitas. Ahora sólo existía ese bendito artilugio marrón esperándome. Un vaho extraño salió como un suspiro y se asentó en mi cara. Mi hermano, con un gesto extraño de excitación en el rostro, se agachó junto a mí para ver su contenido. Sentía curiosidad y un poco de miedo pues pensaba que allí también podría haber bichos y alimañas horribles. Con suma lentitud acabé de levantar la tapa superior de la maleta para ver su vientre. A primera vista parecía estar llena de papeles y de revistas viejas en las que aparecían reinas de belleza, modelos y actrices de cine. En una de las portadas estaba una jovencísima Brooke Shields vestida con unos vaqueros ajustados con la cremallera abierta casi hasta la frontera del pubis. Volví a meter las revistas que había sacado y ajusté las cuerdas con suavidad antes de deslizar la maleta debajo de la cama con la ayuda de mi hermano.

Solamente habíamos visto revistas y papeles pero no nos habíamos atrevido a hurgar con las manos más allá, a mirar en el fondo. Nos daba miedo encontrar algo raro pero también ser sorprendidos por mamá y peor aún, por papá. Sentía una extraña frustración, una desolación monumental que me quitó las ganas de todo. Sin embargo, al tiempo, tenía la certeza de que debajo de esos papeles viejos había algo más. Sin saberlo a ciencia cierta ahora sentía mucha curiosidad por saber de quién era esa maleta y por qué coleccionaba esas revistas viejas que a mí no me decían nada. Así que al día siguiente, cuando mis padres salieron de casa, nos dimos a la tarea de sacar de nuevo la maleta. La extrajimos completamente de debajo de la cama de modo que pudiésemos tener mayor comodidad para hurgar en su interior. Sacamos las revistas y otros papeles y cuando estábamos a punto de dejarlo todo porque no había nada, encontramos muy al fondo una extraña caja de color rojo. Al principio pensamos que era un joyero pleno de alhajas y cosas por el estilo. En mi imaginación alborotada ya brillaban tesoros espléndidos en forma de anillos, cadenas y diademas adornadas con esmeraldas y diamantes. Al verla mi hermano y yo nos miramos con ojos expectantes. Tomé la caja con delicadeza y me di cuenta de que no tenía ningún tipo de seguro. La abrí con el corazón a punto de escaparse por la boca. Y lo que vimos nos dejó sin aliento: en lugar de joyas brillantes había una pequeña pistola que no sabíamos si era de verdad, un frasquito transparente con un polvo metálico de color gris y la foto en blanco y negro de una mujer con unos profundos ojos oscuros y un pelo increíblemente liso y largo. Muchos años más tarde, cuando era estudiante universitaria y me apasioné por el cine, vi la imagen de Ali MacGraw en un cartel, entonces recordé aquella vieja fotografía: la mujer tenía la misa estampa de la actriz de Love Story.

Un viento frío corrió por mis manos y cerré la caja asustada. Alba, déjalo, yo creo que esa arma es de verdad, si papá se entera nos castigará. Gritó mi hermano con la voz a punto de romperse en una cascada de lágrimas. Cerré la caja de golpe y metí los papeles y revistas sin organizarlas, tal como los agarraba del suelo. Sentí un pánico enorme. Y si esa mujer volvía a buscar su extraño tesoro y se diera cuenta de que alguien había hurgado entre sus cosas. No quería ni imaginarlo, seguro que mi hermano me chivaría y entonces mis padres me echarían la bronca y me dejarían sin poder salir de casa; sólo podría ir al colegio y tendría que pasar el resto de mi vida encerrada en ese hotel de medio pelo, ayudando a mamá como improvisada camarera. Era muy extraño que una profesora tuviese un arma escondida pero y ¿si era de mentiras? A lo mejor era de juguete y la tenía allí para regalársela a alguien a algún familiar, sin embargo, era maciza y pesada... Así que cerramos la maleta como pudimos y la empujamos hasta el fondo y me prometí a mi misma no volver a tocarla. Pasaría por la habitación y no me volvería a fijar en ese extraño personaje marrón que seguro tendría más cosas ocultas. Y si el arma era de verdad ¿Por qué la tendría esa mujer de cabello largo? ¿Habría matado a alguien con ella y por eso se había ido sin despedirse un día cualquiera de noviembre? No lo sabía. De hecho jamás lo supe.

Pasaron varios días sin ceder a la tentación de la dichosa maleta pero sí hablaba de ella. A mamá le dije en una ocasión que sería bueno abrirla para ver qué había dentro, A lo mejor encontramos la dirección de la mujer y le escribimos para que pase a recogerla o para que nos la regale. Pero mamá se oponía tajantemente a semejante violación de la intimidad. Me dijo que no se podían abrir las cosas ajenas así aparecieran debajo de la cama y no tuviesen un dueño conocido, cosa que yo jamás entendí porque si la mujer se había marchado hacía tanto tiempo no iba a volver por unos papeles y una pistola que a lo mejor era de mentiras. Estaba segura que nunca sabríamos de quién era la maleta y de que terminaríamos abriéndola cualquier día con la avenencia de mis padres. Pese a la prohibición y a mi promesa interna de no volver a tocarla, una tarde después de llegar del colegio volví a mis andadas. Como pude la saqué de su escondrijo y empecé a leer algunas de las revistas sin darme cuenta que, a mis espaldas, estaba mi padre observándome con enfado ¿Pero qué diablos haces, Alba? Escuché su voz de trueno y de un salto me quedé de pie como una estatura de yeso. Nada. ¿Cómo qué nada? ¿No te dijimos que no podías tocar esa maleta? Pero si sólo hay papeles y un frasquito con pólvora y una foto de una mujer de cabello largo y una pistola. ¿Qué? Mi padre me miró con sus ojos de fuego y entonces me di cuenta de que la había cagado sin remedio. ¿Una pistola? ¿Pero qué estás diciendo, niña? Entonces mi padre me apartó de un empujón y se agachó mientras halaba la maleta por la cuerdas y la dejaba totalmente al descubierto y empezó a vaciarla tirando papeles por todos los lados hasta dar con la caja roja en donde estaban esas cosas tan raras que yo había mencionado. La abrió con curiosidad y se encontró con la silueta plateada de la pistola. La agarró con cuidado mientras la miraba por todos los lados comprobando no sé qué cosa. Le sacó el tambor con precaución para observar el compartimiento de las balas. No está cargada, dijo aliviado. Luego hubo un silencio que a mí se me antojó eterno. Es una pistola calibre 22 corto, de las que usan las mujeres, espetó con el tono de quien lo sabe todo. Después de mirarla de nuevo por cada uno de sus costados la depositó en la caja y cogió el frasco de vidrio con el contenido gris. Tienes razón, parece pólvora, dijo mientras lo abría y lo olía haciendo un gesto de aprobación. Por último tomó la foto de la mujer y la ojeó por un instante. Parece muy joven. A partir de hoy queda prohibido tocar de nuevo esta maleta, la llevaré a mi habitación mientras decidimos qué hacer con lo que hay dentro, gruñó. ¿Pero en qué estamos? ¿No me habías dicho que no se podía abrir y ahora te la llevas y dejas entrever que se hará alguna cosa con el contenido? Pensé con rabia y desconsuelo. Iré a la estación de policía para que hagan las comprobaciones del arma, dijo grave, mientras cerraba la maleta dejando en el suelo un montón de revistas. Y ¿qué hacemos con esto? Pregunté. Se pueden tirar a la basura. Vaya destino más triste para unas revistas en las que seguro habrían muchas cosas interesantes para leer. Las puse dentro de una bolsa de plástico y las llevé a mi habitación, así podría ojearlas con tranquilidad antes de ponerlas en la papelera. Las leí todas de cabo a rabo, eran publicaciones frívolas sobre mujeres ataviadas con trajes espléndidos que hacían parte de un mundo brillante y lejano. Pero también habían otros textos en los que se contaban historias en apariencia reales sobre hombres valientes que se convertían en héroes de la vida cotidiana. Estos fueron los que más me gustaron y los que conservé durante mucho tiempo pese a las constantes mudanzas a las que nos sometía mi padre sin miramientos.

Al final, la maleta terminó vacía, debajo de uno de los cuartos de alquiler con la cajita roja en donde sólo dejamos el frasquito de pólvora y la foto de la mujer con sus ojos de azabache. Papá entregó la pistola a la policía, aún no entiendo porqué y la historia de la maleta se convirtió en una anécdota más de nuestros desplazamientos de aquí para allá. No sé si la mujer regresó al pueblo. Imagino que no. De lo contrario sólo hubiese encontrado una maleta triste y saqueada esperándola con su imagen en blanco y negro de actriz desvalida. Y al poco tiempo nosotros volvimos a marcharnos con la misma celeridad con la que habíamos llegado…
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Amaranta Güell
Barcelona , mayo de 2008

Comentarios

gato de Cheshire ha dicho que…
!Qué bien escribe esta Amaranta Güell!. Muy buena, la anécdota de la maleta.Besitos.
Una naración muy limplia, clara, que llega a tocar la sensibilidad.
Besos

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