El olor de Cuba
Publicaré en este blog algunos los textos que escribí para Diario del Huila, un periódico regional que a mediados de los 90 dirigía mi querido amigo Delimiro Moreno. Recuerdo que algunos de esos artículos caían muy mal a según que personajillo. Es inolvidable aquella vez en que uno de los Miembros de la Academia Huilense de Historia (de la que aún formo parte y fui la miembro más joven), me dijo que no volviese a escribir bajo el nombre de esa institución porque mis columnas causaban malestar. “Paren a esa mujer”. Había dicho alguno de esos vividores que se dedican a la política. Les jodía sobremanera que una mujer, joven y bella se despachara a gusto sobre muchos temas vedados para una fémina. Estos hombres eran de los que pensaban que las mujeres éramos, en esencia, cabellos largos e ideas cortas.
Hoy, desde la perspectiva del tiempo me parece que sin proponérmelo (entonces no era feminista ni tenía las lecturas que tengo), estaba rompiendo muchos paradigmas, estaba abriendo caminos en una sociedad conservadora y retrógada, asentada sobre la inercia y la corrupción. En medio de hombres maduros y concupiscentes aparecía mi foto espléndida en la sección de opinión. Allí hablaba de cultura, de arte, de política, de lo que se me diera la gana. En aquellos textos, como es lógico, la palabra está cruzada por una juventud exaltada y pasional; por el asombro, el desconcierto, la indignación, la crítica, la esperanza.
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Hoy, desde la perspectiva del tiempo me parece que sin proponérmelo (entonces no era feminista ni tenía las lecturas que tengo), estaba rompiendo muchos paradigmas, estaba abriendo caminos en una sociedad conservadora y retrógada, asentada sobre la inercia y la corrupción. En medio de hombres maduros y concupiscentes aparecía mi foto espléndida en la sección de opinión. Allí hablaba de cultura, de arte, de política, de lo que se me diera la gana. En aquellos textos, como es lógico, la palabra está cruzada por una juventud exaltada y pasional; por el asombro, el desconcierto, la indignación, la crítica, la esperanza.
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El olor de Cuba
No es exageración el comentario de que en Cuba existe una magia extraña y avasalladora que envuelve y se apodera literalmente de todo el que tiene la fortuna de pisar su tierra, admirar sus paisajes y hablar con su gente llena de ternura y calor humano. Es como si el espíritu de la isla rondara los espacios vitales de quien vieja allí por primera vez, tanto que desde el avión se siente ese mismo halo explícito en las canciones que hablan de guajiros enamorados y de amores eternizados a orillas del mar.
Luego, cuando por fin se llega, la alegría embarga lo poros mientras el aire de La Habana reconforta los ánimos alborotados por la emoción de llegar a la isla del Caimán Barbudo; entonces sólo se piensa en recorrer las calles solitarias y ajenas a la mugre y la suciedad, en visitar museos y en descubrir palmo a palmo el Malecón con su mar embravecido ante el bloqueo de la razón…
La Habana tiene el olor característico del salitre y de lo viejo, no sólo en la parte antigua en donde los edificios y las casas con rasgos modernistas hablan del esplendor de épocas ya idas, sino en la parte nueva en donde los edificios un tanto derruidos hablan de nostalgias y peregrinajes que saltan a la vista en los trapos de colores colgados en sus ventanas como banderas que ondean su dignidad a pesar del viento del norte.
Esa es la Habana: la de los cubanos sentados en el muro del Malecón observando el horizonte que se pierde tras la línea azul del mar; la de La Bodeguita del Medio en que confluye el mundo con sus idiomas y rostros extraños pero rendidos ante el mismo encanto de los mojitos y de los sones, de las firmas que reposan en las paredes o las fotos que muestran a Gabo, a Benedetti, a Cantinflas o a Hemingway en el mismo plano de encantamiento que siente un visitante cualquiera; también es el del Floridita en donde el autor de Por quién doblan las campanas saboreaba un Daiquirí y se embriagaba con el olor de las calles habaneras.
La Habana también es la de los teatros monumentales, la de los carros viejos rescatados al tiempo, la de los cubanos y cubanas inventando mil formas de rebasar la crisis, la de la Feria G., la del Palacio de la Salsa con sus meneos espectaculares, la de Fidel con sus barbas blancas inaugurando encuentros y provocando como siempre, los gritos vehementes de solidaridad y de apoyo; también es la de las muchachas que se toman los lobbys de los hoteles en busca de turistas con los cuales conseguir unos dólares y quizá un pasaporte para emigrar.
La Habana y Cuba son más que ron y puros, mucho más que balseros engrandecidos por los hilos oscuros de la sinrazón o por el bloqueo inhumano que sólo el tiempo se encargará de juzgar como un atentado contra los derechos humanos. En el olor de la Habana se descubre una Cuba que rebasa las dificultades y se planta decidida en la tierra firme de la dignidad.
Martha Cecilia Cedeño Pérez
No es exageración el comentario de que en Cuba existe una magia extraña y avasalladora que envuelve y se apodera literalmente de todo el que tiene la fortuna de pisar su tierra, admirar sus paisajes y hablar con su gente llena de ternura y calor humano. Es como si el espíritu de la isla rondara los espacios vitales de quien vieja allí por primera vez, tanto que desde el avión se siente ese mismo halo explícito en las canciones que hablan de guajiros enamorados y de amores eternizados a orillas del mar.
Luego, cuando por fin se llega, la alegría embarga lo poros mientras el aire de La Habana reconforta los ánimos alborotados por la emoción de llegar a la isla del Caimán Barbudo; entonces sólo se piensa en recorrer las calles solitarias y ajenas a la mugre y la suciedad, en visitar museos y en descubrir palmo a palmo el Malecón con su mar embravecido ante el bloqueo de la razón…
La Habana tiene el olor característico del salitre y de lo viejo, no sólo en la parte antigua en donde los edificios y las casas con rasgos modernistas hablan del esplendor de épocas ya idas, sino en la parte nueva en donde los edificios un tanto derruidos hablan de nostalgias y peregrinajes que saltan a la vista en los trapos de colores colgados en sus ventanas como banderas que ondean su dignidad a pesar del viento del norte.
Esa es la Habana: la de los cubanos sentados en el muro del Malecón observando el horizonte que se pierde tras la línea azul del mar; la de La Bodeguita del Medio en que confluye el mundo con sus idiomas y rostros extraños pero rendidos ante el mismo encanto de los mojitos y de los sones, de las firmas que reposan en las paredes o las fotos que muestran a Gabo, a Benedetti, a Cantinflas o a Hemingway en el mismo plano de encantamiento que siente un visitante cualquiera; también es el del Floridita en donde el autor de Por quién doblan las campanas saboreaba un Daiquirí y se embriagaba con el olor de las calles habaneras.
La Habana también es la de los teatros monumentales, la de los carros viejos rescatados al tiempo, la de los cubanos y cubanas inventando mil formas de rebasar la crisis, la de la Feria G., la del Palacio de la Salsa con sus meneos espectaculares, la de Fidel con sus barbas blancas inaugurando encuentros y provocando como siempre, los gritos vehementes de solidaridad y de apoyo; también es la de las muchachas que se toman los lobbys de los hoteles en busca de turistas con los cuales conseguir unos dólares y quizá un pasaporte para emigrar.
La Habana y Cuba son más que ron y puros, mucho más que balseros engrandecidos por los hilos oscuros de la sinrazón o por el bloqueo inhumano que sólo el tiempo se encargará de juzgar como un atentado contra los derechos humanos. En el olor de la Habana se descubre una Cuba que rebasa las dificultades y se planta decidida en la tierra firme de la dignidad.
Martha Cecilia Cedeño Pérez
Neiva, 23 de Febrero de 1995
Comentarios
Un fuerte abrazo.
Con cariño
Isa