El hombre del bar

No recuerdo cuándo fue la primera vez que lo vi pero si la última: hace dos semanas. Su figura recostada en la puerta de la entrada del bar acompañó  mis rutas diarias desde que  mi hija cumplió  dos años y empezó su periplo estudiantil. Cada día veía su rostro sonriente y sus ojos despiertos mientras fumaba un cigarro o hablaba con alguna persona conocida.
Era simpático y entrañable aunque sólo nos conocimos de vista. "Buenos días", "Buenas tardes" en otoño, invierno, primavera y verano. Y siempre tenía una palabra de cariño para mi niña, sobre todo cuando era más pequeña: ¡Adiós guapa! ¡Cada día estás más grande! ¡No crezcas tanto! ¡Adiós bonica! ¿No estás muy mayor para que tu madre te lleve en brazos? 
Alguna vez mi hija me preguntó “Mama: ¿Por qué siempre os saludáis con ese hombre? ¿Sois amigos?"
Jamás supe su nombre. Pero no necesité intercambiar más de dos palabras para ver la transparencia de su ánima.  Aún sin hablar con él intuí que había emigrado, como tantos otros, de un pueblo deprimido del sur español en busca de un futuro mejor. Su saludo sonaba a río y olivos efervescentes.  Y su risa, era tan sincera como el olor a café que salía de su bar para inundar la calle mañanera y despertar la memoria olfativa de quienes cada día pasamos por su lado.
El hombre y yo fuimos testigos mutuos del paso del tiempo. Él en el crecimiento acelerado de mi hija y en los cambios de su madre (de la chica aquella que llevaba un carrito de bebé a esa otra que pasa con una nena que casi le supera en altura, han transcurrido casi 9 años). 
Y yo también le vi cambiar: su pelo cada vez más blanco, su rostro cada vez más ajado.
Hace dos semanas fue la última vez que le vi.  Nos saludamos con un  “Buenos días” y una sonrisa.   
Y de repente el bar estaba cerrado. Pensé que se había jubilado. Y también pensé que a lo mejor lo había vendido  y que muy pronto veríamos a una persona de la China  asomada a la puerta. 
Y ayer en la tarde cuando mi hija llegó del colegio con su padre me dijo que necesitaba contarme algo.
“Sabes mama, han puesto un letrero en la puerta del bar  de aquel hombre que tu siempre saludabas. Y ¿sabes qué decía?  ‘José Luis ha muerto’”
Sentí una honda tristeza. Una nostalgia profunda y plena. Sentí que un amigo cercano se había ido.
Hoy, como los días anteriores, lo he echado de menos. Me gustaba su saludo jovial, su sonrisa transparente. Ahora los periplos hasta el cole de mi hija son menos amables.
¡Buen viaje, José Luis!

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