Otro amanecer de otoño



Me encantan los amaneceres tanto como las puestas de sol. El cielo teñido de colores intensos y el perfil de las montañas o los edificios rompiendo el horizonte, o la línea oscura del mar que apenas se presiente. Y he contemplado algunos maravillosos.
Amanecer en la Ciudad de la Habana desde el Hotel Neptuno, julio de 1995: extasis en rojos y amarillos en la mar y en el cielo; horizonte claro e infinito, olor a salitre y flamboyanes; brisa-risa que se filtra por la ventana mientras la ciudad duerme.
Atardecer en Neiva, Huila, Colombia, septiembre de 1997: ¿Puede haber acaso más intensidad en un cielo que se oculta en las montañas? Y desde el balcón de la casa paterna, aquella del maíz en flor, los suelos rojos y la abuela sentada en el marco de la puerta escribía:

Nubes rojas
con cintas de oro y plata
el gris es una rosa violenta
vigía de la tarde que pasa.
La tarde viste su cuerpo
con un crepúsculo de fuego.

Amanecer en L'Hospitalet-Barcelona, octubre de 2005. De vez en cuando la ciudad no es más que un artilugio frágil, hoguera de las vanidades que se opaca cuando el sol se levanta entre los edificios y el cielo de otoño se convierte, milagrosamente, en un poema de colores. Poema efímero que sólo unas cuantas afortunadas y afortunados leemos. La imagen de arriba es una simple muestra de ello.
Fotografía: Amanecer en gris y oro. Por Martha Cecilia Cedeño Pérez (martes 25 octubre, 7:12 am)

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