EL METRO Y EL AZAR
Ese martes de diciembre salí temprano de casa porque tenía una entrevista de trabajo a las 11 de la mañana. Así que después de abrigarme lo necesario para hacer frente al frío húmedo que parecía meterse en los huesos, me dirigí hasta la estación de metro más cercana. Y mientras me aproximaba hasta allí con paso ligero, observaba a la gente enjuta casi comprimida sobre si misma. Todas las personas parecían ir de prisa y con la misma cara de frío. Antes de llegar a la estación me fijé en un hombre que iba delante de mi. Era moreno y de estatura media y llevaba una caja azul en la mano.
Bajé las escaleras para adentrarme en el subterráneo, compré un ticket de 10 viajes y procedí a validarlo; ya en el andén donde se agarra el metro volví a ver el hombre de la caja azul. Tenía las cejas pobladas y unos ojos profundamente negros. Llevaba vaqueros desgastados y una chaqueta en tonos negros y azules. Parecía de la india o de Pakistán.
Cuando llegó el metro ambos corrimos hacia la misma dirección pero yo giré la perilla para abrir la puerta y entrar. Ví dos asientos desocupados en el costado izquierdo. Me senté en el del pasillo. No me quité el abrigo porque me bajaba pronto, así que me acomodé como pude mientras puse el bolso en el regazo y cogí uno de los libros que siempre porto conmigo para leer cuando viajo en el subway. Esta vez llevaba las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. De repente me fijé en la persona que se había sentado a mi lado. Era un hombre joven, moreno y llevaba una caja azul en el regazo. Tenía unas manos grandes y unas uñas descuidadas. Miraba hacia la negrura de la ventana. Propera parada Rocafort, dijo la voz gangosa que se escuchaba por los altoparlantes.
Alisté mis cosas mientras me levantaba para buscar la salida. El hombre de la caja azul hizo lo mismo. Salió detrás de mí pero en el pasillo me rebasó. Lo pude ver nuevamente de espaldas con sus pasos seguros y ligeros.
Una vez afuera busqué la dirección de la empresa en la cual tenía la entrevista de trabajo -a la que llegué después de dar unas vueltas de más. Me esperaba una joven de hierros en los dientes y aliento de cocodrilo. Me llamo Montse, me dijo con una voz que intentaba ser cálida. La entrevista fue un monólogo y el trabajo era una mierda (muy a tono con la precariedad laboral de este país). Así que después de unos cuantas preguntas yo me dí cuenta que estaba en el lugar equivocado y ella, que yo era la persona equivocada. Un curriculum demasiado brillante para una labor que solamente exigía dos cosas: hablar fluidamente el catalán y tener un sentido muy alto de resignación - o mucha necesidad- para aceptar una situación de flagrante explotación.
Salí con un nudo en el estomágo y con ganas de estrangular a todos los empresarios sin escrúpulos, a los que trazan las políticas laborales, a los que dicen que, en efecto, España es un país desarrollado con uno altos índices de bienestar social. Pero sobre todo salí con una rabia inmensa y con la convicción de que en lo posible no engrosaría las listas de la vergüenza, aquellas que hablan de una precariedad laboral aguda que se nutre, sobre todo, de jóvenes preparados y preparadas como yo, sean autóctonos o extranjeros (claro, haciendo la salvedad de que estos últimos tenemos más posibilidades de hacer parte de ellas).
De vuelta a la estación de metro para regresar a casa, me fijé en las calles adornadas con motivos navideños, en los hombres y mujeres vestidos con ropas de tonos oscuros que entraban o salían de las tiendas y centros comerciales cargados con bolsas de compras. "Falda ibicenca, 25 euros". "En liquidación por jubilación". "Todo a 60 y más". Caminé despacio mirándolo todo con curiosidad y con una sonrisa de escepticismo en los labios. Me gustó sentir el frío en la cara, escuchar el ruido de los coches, el murmullo de la gente, y la musiquilla de un papa noel (que se está apoderando de las fiestas decembrinas de esta ciudad), puesto en la puerta de una tienda de ropa formal, que tenía unos cascabeles en la mano y hacía un incesante movimiento de péndulo.
Crucé una calle antes entrar en la boca del metro. Validé el ticket y esperé al gusano de los agujeros oscuros. Venía vacío. Abrí la puerta y me senté en uno de los asientos. No quise sacar el libro sino que me dediqué a mirar por enésima vez el esquema de las paradas de esa lína del metro, pintado encima de las puertas. Me envolvía una sensanción extraña de cansancio y hastío. De repente miré hacia la ventana oscura y percibí que venía una persona a mi lado. Era un hombre joven, moreno y llevaba una caja azul en el regazo.
Bajé las escaleras para adentrarme en el subterráneo, compré un ticket de 10 viajes y procedí a validarlo; ya en el andén donde se agarra el metro volví a ver el hombre de la caja azul. Tenía las cejas pobladas y unos ojos profundamente negros. Llevaba vaqueros desgastados y una chaqueta en tonos negros y azules. Parecía de la india o de Pakistán.
Cuando llegó el metro ambos corrimos hacia la misma dirección pero yo giré la perilla para abrir la puerta y entrar. Ví dos asientos desocupados en el costado izquierdo. Me senté en el del pasillo. No me quité el abrigo porque me bajaba pronto, así que me acomodé como pude mientras puse el bolso en el regazo y cogí uno de los libros que siempre porto conmigo para leer cuando viajo en el subway. Esta vez llevaba las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. De repente me fijé en la persona que se había sentado a mi lado. Era un hombre joven, moreno y llevaba una caja azul en el regazo. Tenía unas manos grandes y unas uñas descuidadas. Miraba hacia la negrura de la ventana. Propera parada Rocafort, dijo la voz gangosa que se escuchaba por los altoparlantes.
Alisté mis cosas mientras me levantaba para buscar la salida. El hombre de la caja azul hizo lo mismo. Salió detrás de mí pero en el pasillo me rebasó. Lo pude ver nuevamente de espaldas con sus pasos seguros y ligeros.
Una vez afuera busqué la dirección de la empresa en la cual tenía la entrevista de trabajo -a la que llegué después de dar unas vueltas de más. Me esperaba una joven de hierros en los dientes y aliento de cocodrilo. Me llamo Montse, me dijo con una voz que intentaba ser cálida. La entrevista fue un monólogo y el trabajo era una mierda (muy a tono con la precariedad laboral de este país). Así que después de unos cuantas preguntas yo me dí cuenta que estaba en el lugar equivocado y ella, que yo era la persona equivocada. Un curriculum demasiado brillante para una labor que solamente exigía dos cosas: hablar fluidamente el catalán y tener un sentido muy alto de resignación - o mucha necesidad- para aceptar una situación de flagrante explotación.
Salí con un nudo en el estomágo y con ganas de estrangular a todos los empresarios sin escrúpulos, a los que trazan las políticas laborales, a los que dicen que, en efecto, España es un país desarrollado con uno altos índices de bienestar social. Pero sobre todo salí con una rabia inmensa y con la convicción de que en lo posible no engrosaría las listas de la vergüenza, aquellas que hablan de una precariedad laboral aguda que se nutre, sobre todo, de jóvenes preparados y preparadas como yo, sean autóctonos o extranjeros (claro, haciendo la salvedad de que estos últimos tenemos más posibilidades de hacer parte de ellas).
De vuelta a la estación de metro para regresar a casa, me fijé en las calles adornadas con motivos navideños, en los hombres y mujeres vestidos con ropas de tonos oscuros que entraban o salían de las tiendas y centros comerciales cargados con bolsas de compras. "Falda ibicenca, 25 euros". "En liquidación por jubilación". "Todo a 60 y más". Caminé despacio mirándolo todo con curiosidad y con una sonrisa de escepticismo en los labios. Me gustó sentir el frío en la cara, escuchar el ruido de los coches, el murmullo de la gente, y la musiquilla de un papa noel (que se está apoderando de las fiestas decembrinas de esta ciudad), puesto en la puerta de una tienda de ropa formal, que tenía unos cascabeles en la mano y hacía un incesante movimiento de péndulo.
Crucé una calle antes entrar en la boca del metro. Validé el ticket y esperé al gusano de los agujeros oscuros. Venía vacío. Abrí la puerta y me senté en uno de los asientos. No quise sacar el libro sino que me dediqué a mirar por enésima vez el esquema de las paradas de esa lína del metro, pintado encima de las puertas. Me envolvía una sensanción extraña de cansancio y hastío. De repente miré hacia la ventana oscura y percibí que venía una persona a mi lado. Era un hombre joven, moreno y llevaba una caja azul en el regazo.
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Fue un momento extraño. Me fijé en la caja azul (pude darme cuenta que contenía un decodificador de televisión digital terrestre -TDT) y casi inconscientemente fuí subiendo la mirada hasta toparme con los ojos del hombre. Ambos nos observamos con un gesto de sorpresa. Me dí cuenta que era el mismo hombre que había compartido conmigo dos horas antes el asiento y él, seguramente, también se percató de que yo era la misma chica del abrigo negro y la bufanda rosa y lila, al lado de la cual se había sentado. Era, en efecto, una rara coincidencia, una de esas situaciones azarosas que suceden una vez cada millón de veces; era algo así como acertar con un número de la lotería. La voz gangosa anunció la parada Can Serra y me dispuse a bajar. El hombre salió corriendo y subió por las escaleras mecánicas...
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Situación curiosa y extraña que sin embargo me iluminó el día y me devolvío la fe en los imposibles. Y es que sólo en el espacio público pueden suceder esos encuentros entre extraños, esas situaciones azarosas increíbles. Pues allí todo es especulación: de usos, de sentidos, de situaciones, de encuentros, de movimientos...
Martha Cecilia Cedeño Pérez
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