ERA CHILLURCO. Un cuento de Melquisedec Torres Ortíz


Tiene nombre de profeta y en cierta medida lo es. Aunque, como reza el refrán, ha tenido que marchar del “terruño”, de la provincia, para poder ser escuchado y demostrar que, además de juventud, tiene talento y ganas de comerse el mundo. Y sí, a Melquisedec, como al personaje bíblico, le gustan las palabras, pero sobre todo le gustan las preguntas. Así que a su profesión de periodista le añade un componente más: el de creador de historias. Historias que hablan de Pitalito, Chillurco, pueblos que se convierten en metáfora porque recuerdan cualquier pueblo: uno Andaluz cercado de olivares, uno castellano rodeado de arideces, o esos pueblos latinoamericanos y colombianos perdidos en la montaña y casi siempre alejados de la mano de Dios, como diría mi abuela. Y allí en sus cuentos está la sinrazón, la cotidianidad, la violencia, los olores y paisajes de la nostalgia...
Pero lo mejor de Melqui (como le decimos en familia) es que no ha perdido la capacidad de asombro, ni de crítica, ni de sentar una postura, pese a estar muy cerca –físicamente hablando- a personas cuyas posiciones se mueven hacia la derecha… Así que desde el micrófono de la Cadena Radial Super o desde su pluma perspicaz, este hombre sigue urdiendo en las palabras que a veces incomodan a unos pero que casi siempre dejan pensando a todos y a todas.


Era Chillurco(1)
Melquisedec Torres Ortíz

“Chillurco, a 4 kilómetros”, rezaba el aviso vial en la ruta nacional de Pitalito a San Agustín. (2)Parecía cerca -es cerca- pero la desastrosa carretera destapada alargaba el camino con increíble molestia. Así la ví la última vez que subí a los 1.700 metros sobre el nivel del mar de esa vereda natal, – “hoy hará unos 10 años” me dijo el tío Gustavo la semana pasada – pedazo campesino que los políticos conservadores convirtieron en flamante ente territorial –inspección de policía que llamaban antes– para amarrar los doscientos votos ya cautivos de goditos radicales como mi bisabuela Nemesia. En Chillurco los liberales eran tres o cuatro, los López, especie extraña apenas aceptada con indisimulada desconfianza, rezago vívido de La Violencia(3).

Diez años después de otros tantos sin subir por sus faldas de verde emoción en las mañanas y azul misterio en sus atardeceres, mis recuerdos chillurqueños no son más que nublados espejismos en la memoria infantil que nos ataca con el dulce sabor de la nostalgia, a la que le discutimos en aquellos espacios que la mente dedica a mortificarnos la vida con el pasado.

Empero, son las vivencias que pusieron huella indeleble en lo que tengo por existencia. Y así la memoria vuela a aquel momento sentado en un montículo lloriqueando, solitario, tras comprobar que el pantalón corto que mi papá Luis Carlos había traído desde el pueblo, no me quedaba. Quizá tenía 6 años de edad, comenzando la escuela, por lo que la negativa emoción se conectaba con no poder ir al salón de clases estrenando.

Pobres no éramos, quizá sí de un nunca clasificado estrato medio rural. Con cuatro productivas fincas en las que brotaban el café en su bonanza de precios de los años setenta, caña de azúcar y su molienda, fríjol, tomate, plátano, maíz y yuca, más la pesca en el majestuoso, cercano y chocolatoso río Magdalena, y cacerías de temporada de armadillos, guaras y chuchas o zarigüeyas(4), la autosuficiencia alimentaria y los abundantes ingresos cafeteros brindaban prosperidad. Ah, además de una modesta pero bien administrada ganadería. Claro que don Luis Carlos solía hacer gala de una irritante austeridad que ya quisiera uno en los servidores públicos, carácter que entrañaba que, pese a ser patrón de decenas de trabajadores en las cosechas cafeteras o la molienda, tuviésemos un estilo de vida apenas superior al de los peones.

No lo culpo, lo admiro; él nació en cama de estera, apenas sostenida por duras tablas, sin padre que respondiera por su futuro y, al lado de Mamá Otilia, enfrentando desde los impúberes siete años la vida agreste.

Tal cuadro de orfandad paterna no era ajeno al árbol genealógico de los Torres y Rojas de que descendemos. Mamá Nemesia, la bisabuela ultragoda (5) que mantuvo su trono matriarcal, aún bajo el suplicio de los últimos años atada a la tan vieja como ella cama, culpa de enfermedades de las que nadie decía el nombre; sólo aquel genérico dictamen de improvisados legistas comunales escuché a mis 14 años mientras sus cinco sobrevivientes hijos, veintinueve nietos, veintidós bisnietos, tres tataranietos y un recién nacido chozne le despedíamos en ritual tribal de plañideras, tinto y aguardiente en el velorio, y tamales y envueltos en el novenario: “murió de vieja, la mató la edad”.

Esa Nemesia, la de blancos cabellos por lo añejos, enfrentó con valor inverosímil, de mujer de comienzos de siglo XX, aquella condición de madre soltera cuyos hijos el código civil napoleónico calificaba sin miramientos como de punible y dañado ayuntamiento. A la que, blandiendo la penal Biblia del Antiguo Testamento, y sin código napoleónico a la mano, un cura medieval e inquisitorial expulsó del templo al que acudió – parturienta - en busca del mismo perdón que por más graves faltas concedió el Nazareno a la Magdalena.

Inevitable desviación de mi génesis, y apenas menor drama el de Mamá Otilia pariendo a Luis Carlos, fruto del primer y miserable hombre de su vida, y a Héctor de su segundo e igual miserable macho. Ambos, canallas, huyeron de su natural compromiso y en esas mi papá asumió el rol que no ha abandonado sesenta años después: hombre de la casa y padre de su hermano menor.

Y Luis Carlos, habiendo acumulado su pequeña fortuna desde la nada, a esa nada volvió tras despreciar, cansado ya del lomo expuesto tantas jornadas al sol y al agua, la vida pastoril y silvicultora. Su primer necio acto comercial – de modernización en aquel instante – fue vender La Golondrina, la finca de la caña y la molienda y el café y del río Guarapas a pocos metros de su incestuosa unión con el Magdalena, y comprar con esos cuatrocientos mil pesos el más grande y hermoso carro que veían mis ojos, esos cuyo mundo no abarcaba más allá del extenso Valle de Laboyos(6), una chiva engallada.

Seguiría el traslado con los nueve hijos y Lilia al pueblo, a mis casi siete años y a mitad del primer año escolar, la enajenación de los otros predios El Cabuyo y El Lucio... y finalmente – primero a un mala paga y luego a otro del que no supimos cuándo pagó - las siete productivas hectáreas cafeteras y de pancoger(7), sede de aquella casa de bahareque desde la que nos extasiábamos hacia el oriente con el llano y plano y largo valle laboyano, y hacia el occidente con montañas de jade celestial y aguas cual enorme guarapo de cañaduzal(8) del ya mentado Yuma(9), esa en la que crecimos ocho de los nueve hermanos. Llegaría, ya instalados en el pueblo, la fraudulenta permuta que por otra chiva más nueva le hiciera un lobo con piel de amigo. Mi papá casi quedó manicruzado, pero él, que nunca ha saboreado el insulso sabor de vivir desocupado, se inventó el primero de cientos de oficios que lo han mantenido madrugando. Pobre, sí, pero jamás inoficioso. Y también se fueron las modestas casas embargadas y perdidas por deudas adquiridas en negocios de intentos desesperados de Luis Carlos para torcerle el cuello a la desgracia económica.

Chillurco, vocablo quechua que me marcó con hierro candente en la memoria eterna de los sueños idos. No podría ser distinto, puesto que allí - frente a las montañas que la cultura Ullumbe pulió para heredad de la humanidad y cerca de las aguas del gran río que dividen al Valle de Laboyos y el de Isnos – una vieja partera, en noche de tormenta, sacó mi cabeza al mundo.

Chillurco me suena y me sabe y lo veo en vivo y en sueños. Me suena a la fascinación de una lluvia a la que el campesino no huye cuando ha sido respetuoso de sus laderas y sumiso a la bondad de la naturaleza. Vieja sabiduría para decir que así, los aguaceros no son la maldición del dios enardecido sino el ciclo normal del verano e invierno. Eso sí, consultando el almanaque Bristol(10).

Sonidos me llegan de un viejo altavoz –corneta les decíamos los chillurqueños– instalado en lo alto de la casa de los pastusos Gómez, vecinos nuestros, abajo.

Me sabe a café tostado en la estufa(11) de leña de Mamá Otilia o en la de mamá Lilia. La primera, abuela paterna, la segunda mi madre, de Aguadas, una vereda más cercana al pueblo, a Pitalito, y conquistada por mi papá tras arriesgadas jornadas – no para un enamorado - a caballo o a pie desde Chillurco.

Me suena –horrible ruido– a machetes de fino acero blandidos uno contra otro en feroz batalla personal de los Meneses contra los Torres o contra los mismos Meneses. Mejor uso se les daba en las rocerías; de allí el ¡Chillurqueño!, estigmatizante apelativo que nos gritaban en el pueblo producto de esas afiladas peinillas.

Chillurco fue el olor a pan de trigo o maíz, vueltos sopa en caliente aguapanela(12).

Me sabe -veinticinco años atrás- a un dulzón olor y sabor a guayaba; me huele a una indescriptible piromanía escondida cuando veía arder los secos pastos del camino y los chamizos que estorbaban la cosecha.

Chillurco era.
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(1) Poblado situado en el Municipio de Pitalito, Huila, sur de Colombia.
(2) Ciudades pequeñas ubicadas en el sur del departamento del Huila, Colombia.
(3) Período de la historia colombiana que se desata con el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán y va hasta los primeros años de la década de los años 60, cuando los partidos políticos mayoritarios llegan a un acuerdo para sucederse el poder. Esta especie de guerra civil enfrentó a liberales y conservadores en una violencia sin cuartel, cuyas consecuencias aún son evidentes pues en aquella época surge las FARC, uno de los grupos guerrilleros más antiguos del país cuyo accionar aún se siente en la vida cotidiana de la república de Colombia.
(4) Animales de caza menor, propios de esa región de Colombia.
(5) Ultraconservadora, de derechas, vamos…
(6) Nombre del valle donde está situado la ciudad de Pitalito, Huila, Colombia
(7) Cultivos de productos como yuca (tubérculo americano), maíz, plátano, para el autoabastecimiento familiar.
(8) Cultivo de caña de azúcar
(9) Nombre con el que los indígenas prehispánicos de esa región de Colombia nombraban al Río Magdalena
(10) Almanaque muy tradicional especialmente en las áreas campesinas que además de informar sobre los santos, las fiestas patrias y profanas también iluminaba a los campesinos sobre las fases de la luna, los eclipses y sobre elementos metereológicos incipientes que señalaban los meses de siembra y recogida de los cultivos. En todas las casas de entonces había uno de esos almanaques que, nunca mejor dicho, marcaban el calendario de los días para muchos colombianos cuando la televisión no llegaba a todas partes y los pronósticos del tiempo se hacían a ojo.
(11) Cocina o fogón de leña
(12) Bebida dulce y muy energética que se hace con la panela, producto de la caña de azúcar (al agua se le agrega un trozo de panela y se pone a hervir). Para elaborar la panela se pasa la caña de azúcar por un molino para extraer su jugo que luego se pone a cocer en grandes ollas y a una temperatura constante hasta que la miel esté en su punto. Posteriormente se echa en moldes cuadrados o redondos hasta cuando cuaje y se conviertan en calóricos bloques dulces, alimento de las clases sociales menos favorecidas.
Me parece conveniente hacer esta especie de glosario porque algunos de los vocablos empleados por Melquisedec son muy propios del castellano americano y más concretamente de aquel que se habla en la región del sur de Colombia. Martha Cecilia Cedeño Pérez

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