Vendaval
Sábado 10 de la mañana. Salón de casa. El sofá y un libro: Diario de una buena vecina de Doris Lessing. El rugido del viento quiebra las palabras y hago una pausa para mirar a través de la puerta acristalada. Un cielo azul y Eolo, furioso, gritando entre los edificios, las cornisas, los árboles de la calle, las persianas. Tira cosas en los balcones vecinos. Dobla el firmamento de antenas de los terrados. Desata la ropa de los tendederos: vuelan sábanas, toallas, pantalones, calcetines. Una camiseta roja llega hasta el tejado próximo, aquel donde cada domingo un hombre tiende la ropa mientras habla por el móvil. No había visto nada igual aquí. Cierro el libro, abro la puerta transparente, me asomo al balcón: tengo miedo. Y llega un recuerdo. Tenía 9 o 10 años. Vivía en una finca con unas vistas estupendas sobre un valle robado a la selva. Una construcción levantada sobre columnas de madera y un balcón mirador con plantas colgadas que caían en cascada encima de la baranda. Eran las seis